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De política y cosas peores

Superiberia

CATÓN
columnista

Plaza de almas
        
“Tanto amor que hay, y yo no tengo nada”. Palabras más desoladas que ésas no he escuchado. Las comparo en mi atrevimiento con aquéllas que el Rabí dijo en la cruz: “Eli, Eli, lamma sabacthani?”. “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. La falta de amor humano, Armando, es como un abandono divino. Lo dice la sentencia popular: “Llórate pobre, pero no te llores solo”. Es cierto eso: una de las mayores formas de pobreza es la soledad. Tu tío Felipe, o sea yo, nunca la ha sufrido. En ese campo, el del amor, he sido millonario. Siempre ha estado conmigo una mujer, desde antes de mi nacimiento, y espero tener una a mi lado -mi mujer-, a la hora, minuto o segundo de la muerte, y que me acompañe después en ella aunque la muerte sea la nada. La nada es nada si en ella te acompaña una mujer, tu mujer. Cuando aquella muchacha me dijo sus palabras doloridas sentí tristeza; no por mí ni por ella, sino por el mundo, porque había en él alguien que no tenía amor. He ahí una grave equivocación del que lo hizo. También esa infeliz tenía derecho a clamar: “Eli, Eli…”, aunque su voz era tan pequeña que de seguro el Padre no la habría oído. Yo sí la oí, y no hice nada. ¿Qué podía hacer? En esto del amor no hay caridad, sobrino. Se da amor porque se ama, y nadie puede dar lo que no tiene. Yo no sentía amor por ella, pero ignoraba que nadie lo sentía. De haberlo sabido me habría esforzado en darle un poco, aunque fuera de mentiras. Supongo que quien no es amado recibe el amor mentido como si fuera verdadero, y cierra los ojos para no ver que es falso. Pero ni aun eso le pude dar. No pude darle ni siquiera la mentira. Ella, en cambio, me dio su mirada de paloma herida. Me apresuro a retirar el símil, Armando. Está ya muy gastado; no debí incurrir en él. Escoge otro cualquiera, que no sea tampoco el de la cierva herida, o el de la tórtola. Pon, por ejemplo: “Su mirada de mujer herida”. Y es que una mujer herida está mucho más herida que una paloma, una tórtola o una cierva herida. A esta mujer la herida se le salía a la cara. Una mirada suya habría bastado para entristecer todas las alegrías. Quizá por eso me aparté de ella. Tenía yo 20 años; a esa edad uno le teme a la tristeza. Dejé de ver a aquella pobre; cuantas veces me buscó procuré que no me hallara. Tomé otros caminos –otros caminos me tomaron-, y ya no supe nada de la muchacha con la tristeza a cuestas. Desapareció como si nunca hubiera aparecido. Si me preguntas su nombre no te lo podré decir. Espero de todo corazón que si a ella alguien le pregunta mi nombre tampoco lo recuerde. Para seguir ahora con el relato debería yo decir: “Un día me enteré de que había muerto”. Pero no me enteré de eso, sino de algo muy distinto. Un año después de que me fui encontró novio. Era un muchacho triste igual que ella, solitario igual que ella, herido igual que ella. Se casaron, se apoyaron uno al otro y les fue bien en la vida. Prosperaron. Él sigue trabajando; es dueño de un conocido negocio de computadoras; ha hecho mucho dinero y está en vías de hacer más, pues se acaba de asociar con una empresa china, coreana o japonesa; no sé, todas se ven iguales. Ella va en coche del año, viste ropa de marca y usa lentes finos para el sol aunque no haya sol. Pertenece a varios clubes de señoras ricas que se reúnen sin hacer mucho caso del Coronavirus, y va de compras cada tercer día. Yo no soy rencoroso, Armando -o casi no-, pero a ella sí le guardo rencor. Me echó a perder una estupenda historia de tristeza, la de la paloma herida, etcétera. Ahora no sé de qué escribir… Eli, Eli, lamma sabacthani?… FIN.

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