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De política y cosas peores

Superiberia
  • Por CATÓN / columnista
  • Plaza de almas


Le gustaba hacer el amor son quitarse las medias, siempre negras, que le cubrían hasta medio muslo. Se dejaba igualmente los zapatos, de fina punta y tacón agudo y alto. A mí eso me parecía muy sensual, y disfrutaba el roce del nailon en mis piernas. ¿Crees tú, Armando, que el hombre –quiero decir el varón- tiene el monopolio de la lascivia? Si tal piensas estás muy equivocado. Te lo asegura tu tío Felipe, el de la voz, como antes se decía. He conocido damas que en cuestión de voluptuosidades me aventajaban igual que una doctora en matemáticas supera a un chiquillo que está aprendiendo las tablas de multiplicar. Ésta que te digo, la de las medias negras y los zapatos de tacón alto, fue una de ellas. Con ese mínimo atavío me recibía en su departamento, y sin más cobertura que ésa me ofrecía una copa y me hacía conversación antes de lo que vendría después. Yo tenía 22 años, sobrino; ella quizá 30. Me echaba un vistazo a la entrepierna y decía luego con una sonrisa entre traviesa y complacida: “Me encanta cómo nada más al verme te pones en aptitud de hacer algo más que verme”. “Yo no me pongo así –le contestaba con galantería desmañada-. Así me pones tú”. Ella sonreía más, daba el último trago a su bebida y me tendía la mano: “Vamos”. E íbamos. Para mí aquello era ir al paraíso. No quiero hacer frases –cuando se trata de esto ninguna frase cabe-, pero el roce de sus medias era como de seda, y como de seda el roce de su carne. Aquello duró dos o tres meses. Una tarde me recibió con vestido de diario, pantimedias y zapatos bajos. Supe entonces que todo había acabado. Hicimos el amor sin pasión, y hacerlo así es no hacerlo. Ya no hubo fuego ni imaginación. Extrañé el roce de las medias y el contacto de la piel de sus zapatos en mis pies. Al despedirme en la puerta ya no me dijo, como siempre: “Hasta la otra”. Me dijo solamente: “Adiós”. No regresé. A pesar de mis pocos años ya sabía que uno de los principales ingredientes del trato con mujer, además del amor, es el de la libertad. Hay que hacer las cosas con sentimiento y consentimiento. Y ya que salió el tema te hablaré de uno de los mayores orgullos que conservo en la historia de mi vida, en las historias de mi vida. Conocí a una preciosa chica que me hizo enamorarme de ella no sólo por la hermosura de su rostro y su cuerpo, fino como pequeña estatua de Tanagra, tentador sin proponérselo, sino sobre todo por la belleza de su corazón, si me permites edulcorar este relato. Una noche la invité a cenar. En la cena agotamos una botella de vino. Le propuse al final ir a un lugar más íntimo, y aceptó. Yo estaba loco por ella. La amaba con todas las fuerzas del alma; la deseaba con todas las del cuerpo. Sentí pena por llevarla a un motel, pero en aquella época no tenía yo ningún otro lugar para el amor. Poco antes de llegar se arrepintió de pronto: “Mejor hoy no”. Acepté su decisión. Tomé inmediatamente el camino de regreso y la dejé en su casa sin más que un beso en la mejilla. Me dijo: “Gracias”. Aprende entonces esto, Armando: sin libertad no puede haber amor. Habrá carne, pero no habrá espíritu; habrá intimación, pero no intimidad. Quizá eso suene a prédica, pero es cierto. El amor ha de hacerse con una persona, no con un objeto. Una semana después la chica me llamó por teléfono. “Ven por mí. Iremos a donde quieras”. Y fuimos a donde quise. Y a donde quiso ella. Aquella noche me dijo luego de lo que aquella noche sucedió: “Si la vez pasada me hubieras traído aquí en vez de llevarme a mi casa, no habría hecho contigo nada de lo que ahora hice”. Y lo que hizo –lo que hicimos- fue la gloria… FIN.

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