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La ofrenda de Jacinto: leyenda amateca

Superiberia

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Amatlán.- El egoísmo y la avaricia son sentimientos malos. Cuando éstos dividen dos mundos, como el de la vida y la muerte, puede costarle a uno la vida. Así le ocurrió a Jacinto, quien la perdió en el cerro Tepecila.

El municipio de Ama-tlán de los Reyes es un lugar con historia, tradición y costumbres. Toda esa información conservada por Hugo López Hernández, quien la colecta y cuenta para que niños y jóvenes la conozcan, según lo que cuentan viejecitos.  

En la sala de su casa, contó una leyenda para EL BUEN TONO, la que señaló se contaba antiguamente antes del Día de Muertos.

Hace mucho tiempo, cerca del arroyo Tepetlapa, vivía Jacinto. Él era un joven de 20 años, quien meses antes había enterrado a su mamá, Doña Carmelita —una señora muy conocida y querida en la colonia donde vivían—. Ella era recordada por su gran carisma, fue conocida en el pueblo porque era trabajadora, lavaba ajeno y vendía tortillas de mano para mantener a su hijo. Años atrás, su esposo fue asesinado una tarde, cuando iba rumbo al pozorrón, luego de cobrar su raya. Al quedar solo, Jacinto se fue a vivir con sus tías, Amelia y Yolanda.

Eran mediados de octubre. Cierta tarde al regresar del cerro Tepecila, donde tenía cafetales y labraba las tierras que le dejó su papá. Al entrar a la casa, escuchó cómo sus tías murmuraban entre ellas.

—¡Oye Amelia! Ya merito viene el Día de Muertos y casi no tenemos dinero para la ofrenda de mamá y papá ni de Carmelita y de su marido. ¿Cómo le vamos a hacer? —preguntó la tía Yolanda—.

—Pues algo saldrá, primero Dios —repuso Amelia—. Ojalá que los tamales que estamos haciendo y las tortillas de mano nos dejen un poquito para esos días… Y seguramente, Jacinto con el dinero que le darán por vender el café de su terreno nos ayudará. ¡No te apures manita, sí les pondremos su ofrenda!

Jacinto escuchó esta conversación al entrar en la casa, sin que las tías se percataran. Sin embargo, esto le molestó y pensó para sí:

—¿Cómo creen que les daré el dinero del café que tanto me cuesta traer del cerro en mi costal y sin burrito? ¡No, no! Aparte, eso de que los muertos regresan ese día no es verdad. Ya parece que mi mamá vendrá a comer sólo ese día, cuando ni me dejó las monedas de oro que siempre me contaba que le dio mi abuelita Rosita. ¡No y no!

Desde adolescente, Jacinto no creía en las tradiciones de Amatlán: feria, mayordomías… incluso se burlaba de ellas. Mucho menos creía en el Día de Muertos, que es cuando se ponen las ofrendas y altares.

El joven se fue a acostar bastante molesto por lo que escuchó. Cuando fue la hora de la cena, las tías le mencionaron a Jacinto que las apoyara para comprar las cosas de la ofrenda, pero antes de que la tía Amelia terminara de solicitar su apoyo, Jacinto la interrumpió con claro enojo:

—¡Ni crean que les daré dinero! Me cuesta mucho vender el café, así como trabajar la tierra y los tepejilotes, como para gastar en una ofrenda que al final ustedes se comerán. Aparte, quiero comprarle a Don Lencho su burro, para no romperme el lomo en el cerro. ¡No les daré nada, pues los muertos ya están muertos y no vienen!

—¡Qué equivocado estás Jacinto! —le respondió la tía Yolanda—. Los espíritus de los muertos vienen ese día. Si tú piensas y reniegas de eso, es cosa tuya. Nosotras veremos cómo le haremos, pero sí le pondremos ofrenda a nuestra familia. No se vale que seas tan ¡malagradecido!

Al oír eso, Jacinto se levantó de la mesa y el joven enojado salió de la casa con rumbo a la esquina donde vivía su amigo Macario, no sin antes responder:

—¿Yo malagradecido? Si mi mamá no me dejó las monedas de oro que le heredó la abuelita Rosa, quien sabe a quién se las dio.

Cuando Jacinto platicó con Macario, éste le preguntó al respecto:

—¿Y entonces qué harás? ¿Les darás el dinero que te ha costado mucho ahorrar para la ofrenda o compraras el burro?

—¡Por supuesto que no les daré nada —repuso Jacinto—! Es más, cuando sea primero de noviembre, ni llegaré a dormir para que no me estén molestando. Hay un árbol al pie del cerro y en las noches se ve todo el pueblo en su copa. No me da miedo, pues jamás me ha asustado ni salido nada. Ahí me quedaré.

—¿Estás loco? ¿Cómo te vas a quedar ahí? Mejor vente a mi casa, no seas burro. ¿Para qué te arriesgas a algo y más en días de muertos?

—No seas menso, Macario —respondió Jacinto entre risas—. Eso no existe, ya verás que sí me quedaré ahí, con tal de no dar mi dinero, que tanto me ha costado ganar.

Al pasar de los días, llegado el 1 de noviembre, Jacinto ya sabía que sus tías ponían la ofrenda muy temprano, por lo que antes de que ellas despertaran salió de su casa, decidido a no regresar ese día para no darles el dinero. Cuando sus tías despertaron, lo buscaron con la esperanza de que hubiera cambiado de opinión, pero éste ya no estaba en la casa.

—¡Ay Amelia —exclamó Yolanda—. ¿Qué vamos a hacer? Jacinto se salió y no nos dio nada ¿Qué le pondremos a mamá y papá?

Entonces, cuando vio que su hermana estaba a punto de llorar, tuvo una idea:

—Sólo nos resta ponerles lo que comeremos hoy: un caldo de yerbamoras con tortillas de mano y jarritos de agua. Anda Amelia, no llores y acompáñame a traer las yerbamoras que abundan por el río, pasando el puente Santísimo. Sé que mamá, papá y mi hermana Carmelita entenderán.

Saumerio en mano, las tías de Jacinto colocaron su ofrenda tal como lo habían dispuesto: colocaron los retratos de sus familiares con una velita y un poco de flor de muerto que les habían regalado.  Antes del mediodía, soplaron el copal formando una cruz y dieron la bienvenida a los fieles difuntos en náhuatl.

Jacinto estaba en el cerro Tepecila y ya había comido su almuerzo. Después de eso, decidió subirse al gran árbol que estaba allí y tomar una siesta en una de sus ramas que eran muy grandes, pues ya había dormido ahí con anterioridad.

Al despertarse, se percató que ya era muy noche. Intentó bajar de la rama, pero por alguna razón no pudo. Las tías no lo buscaron porque pensaron que estaría en casa de Macario para que no le pidieran dinero. Al día siguiente, el 2 de noviembre, Jacinto escuchó unos lamentos y quejidos que lo hicieron despertar, justo antes del amanecer.

El joven pensó que la fila de personas que veía, robaría al cafetal aledaño a su terreno. Pensó pedirles que lo ayudaran a descender del árbol. Observó que las personas se alumbraban con velas y cargaban grandes canastos con frutas, panes de muerto, tamales y jarros con agua. Al final venían sus papás y abuelitos, con un plato de yerbamoras, tortillas y agua. Su rostro estaba muy triste.

Detrás de ellos, venían a oscuras quienes habían sido olvidados por sus familiares: entre lamentos y lágrimas continuaron su paso hacia lo alto del cerro. Jacinto no daba crédito a lo que sus ojos veían. Comenzó a gritar, llorar y pedir auxilio. Intentó bajar deprisa, pero se rompió la rama del árbol y cayó, golpeándose la cabeza.

Al amanecer, las tías de Jacinto fueron con Macario, pero se encontraron con la sorpresa de que no estaba ahí. Éste les contó que su sobrino estaría en un árbol de su terreno.

Al llegar al pie del cerro, su perro comenzó a ladrar mucho y a aullar, esto les preocupó. Al llegar al lugar, lo vieron acostado de lado en la piedra, descalzo y con los pies enlodados, como si hubiera caminado mucho. Lo más curioso fue que tenía al lado un tazón con caldo de yerbamoras, un jarro de agua y una tortilla.

Las tías intentaron despertarlo, pero ya había fallecido. Macario observó que donde estaba la gran rama estaban unas monedas de oro, por lo que pensaron que las almas se llevaron a Jacinto.

Así como ésta, hay otras leyendas e historias en Amatlán de los Reyes.

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