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Ni represión policiaca ni violencia militante

Superiberia

 

Durante un lapso breve de mi vida, antes de graduarme como periodista y previo a trabajar en los medios, fui activista.

Dejé de serlo porque estoy convencido de que un reportero y un activista no caben en el mismo cuerpo. Tienen funciones sociales distintas y, en ocasiones, enfrentadas. Hay que elegir, y yo elegí el periodismo.

Sin embargo, fui activista por suficiente tiempo para conocer la represión que existía en México contra la manifestación de las ideas.

Eran los días del Consejo Estudiantil Universitario, del que fui parte y cuya huelga apoyé.

Mi participación en un mitin de protesta en 1988 fue motivo suficiente para que uno de los esbirros del entonces secretario de Gobernación Manuel Bartlett Díaz —quien hoy, como senador de oposición, dice defender causas populares— llamara a mi casa a deshoras para tratar de intimidarme.

Otra vez, el mismo sujeto se apersonó en mi domicilio para advertir a mis padres de los líos en que se podía meter su hijo si seguía de “mitotero”.

Todavía eran tiempos en que la policía política desaparecía gente. O se la llevaban para darle un escarmiento, como le ocurrió a un joven que osó gritarle “usurpador” al presidente Carlos Salinas de Gortari pocos días después de su toma de posesión.

A mí afortunadamente nunca me ocurrió algo así, pero no necesito que me cuenten de la represión porque fui estudiante en aquel México que afortunadamente se ha ido.

Hoy en día, a pesar de que pueden encontrarse episodios ocasionales de represión en el país, se habla con mucha ligereza sobre ese tema.

Los estudiantes de los años 80 le teníamos miedo a la policía, y con mucha razón. Pero en la actualidad los que tienen miedo, o deberían tenerlo, son los policías, a menudo agredidos con piedras, bombas molotov y petardos por manifestantes.

El 2 de octubre pasado, abajo de la redacción de Excélsior, quemaron con una bomba molotov a un grupo de granaderos que protegían una sucursal bancaria contra la violencia de individuos embozados, autonombrados anarquistas, que creen que hacen justicia a los caídos en la Plaza de las Tres Culturas, en 1968, realizando pintas en monumentos históricos y destruyendo propiedad privada.

Cada vez que pasan hechos así, se enciende la maquinaria propagandística del victimismo y los agresores terminan como agredidos en las redes sociales y algunos medios de comunicación.

Lo anterior no quiere decir que en esas manifestaciones y en otras no haya policías que se propasen en sus funciones y violen la ley agrediendo a manifestantes o periodistas.

Cada vez que eso ocurra, es necesario señalarlo porque la policía la pagamos los contribuyentes para que nos proteja, y porque en democracia el ciudadano renuncia a defenderse a sí mismo y otorga esa función en exclusiva a la autoridad.

Sin embargo, es bastante obvio que hoy en día los cuerpos de seguridad pública no salen de sus cuarteles con la consigna de disuadir, someter o detener a la mala. ¿Por qué? Porque los gobernantes de hoy tienen pavor a ser señalados como represores. Eso puede acabar con sus carreras políticas.

En pocos años, hemos pasado, en este país, de la represión policiaca a la nula o deficiente actuación de la policía frente a grupos que recurren a la violencia, no para expresar ideas o generar cambios sociales sino para defender intereses particulares.

Ese paso ha dejado indefensa a la población que no se organiza y simplemente vive su vida yendo todos los días a trabajar y cumpliendo con sus obligaciones familiares y ciudadanas.

Esa mayoría de mexicanos padece frecuentemente los bloqueos en calles y carreteras. En la Ciudad de México, por ejemplo, los usuarios del Metrobús saben que cada vez que hay marcha en el centro, se interrumpe el servicio de ese medio de transporte.

La maquinaria del victimismo usa la presión en las redes sociales para tratar de callar —es decir, impedir la libertad de expresión— a quienes no están de acuerdo con las actitudes violentas de quienes luego se hacen pasar por víctimas.

Basta que aparezca una opinión como la que usted está leyendo, para que caigan encima del autor decenas de insultos proferidos desde el anonimato. Esas actitudes y la violencia para defender intereses de grupo marchan en contra de la convivencia democrática.

La única forma de convivir civilizadamente es cumpliendo con las leyes, una cosa que muchas autoridades olvidan con frecuencia.

Así como en el pasado los gobernantes violaban el marco legal todo el tiempo mediante actos de represión y otras arbitrariedades, hoy la violan los grupos minoritarios violentos que quieren imponer su voluntad a los demás.

¿Qué diferencia hay entre ellos y aquel senador panista que quería imponernos a todos su definición de familia? Ninguna.

Esos grupos afirman que no hay libertad de expresión, pero a la hora de denostar y divulgar mentiras, nadie los calla. Dicen lo que quieren y cuando quieren.

Esos grupos sostienen que la policía es represora, pero se han vuelto frecuentes las manifestaciones en las que ellos arrebatan los toletes y escudos a los policías y los usan para golpearlos.

Tenemos que encontrar la sensatez a mitad del camino: ni policías represoras ni minorías violentas. Y Estado de derecho válido para todos.

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