

Hay una diferencia entre la forma en que un país desarrollado y otro que no lo es enfrentan un problema. En tanto el desarrollado le avienta dinero, el pobre le avienta una ley.
A nosotros los mexicanos nos caracteriza una reacción pavloviana de legislar para todo. Mientras más se involucre a la Constitución, mejor. México es paraíso de las leyes… no cumplidas.
Estos primeros meses de la administración de Enrique Peña Nieto han dado una cosecha de importantes reformas legislativas: educación, control presupuestal, telecomunicaciones, laborales. Aún les faltan las legislaciones secundarias para aterrizar su aplicación práctica. Ello no impidió darles, con sólo el primer paso, gran cobertura publicitaria.
Con la inminente aprobación de la reforma energética en cualquiera de las versiones que los partidos políticos están presentando al Congreso, ya desde antes se están corriendo las expectativas, vivamente descritas en los medios, que habrán de cumplirse en la economía y hasta en toda la sociedad mexicana.
En el caso de la reforma energética, se anticipan sus virtudes primero para convencer a los reticentes, y luego para atraer desde ahora, sí, desde ahora mismo, a los inversionistas privados nacionales y extranjeros a participar en la nueva aventura.
Los legisladores no tienen en sus manos todos los hilos que las reformas exigen. Hay que andarse con cuidado y resistir la tentación a la grandilocuencia. Hay muchos factores, intereses, estructuras socioeconómicas, mucho más allá de los decretos y que tienen que alinearse para que funcionen las reformas energéticas.
Aun si el gobierno tuviera todas las riendas de la economía o al menos reuniera todos los proyectos que la reforma energética podría detonar, la verdad es que es a las manos privadas a las que toca movilizar los recursos para expandir la producción de energéticos de origen fósil o renovable e invertir, desarrollar mecanismos y contratar a los miles de desocupados que esperan. Pero a los empresarios no se les recluta con simple oratoria aunque, por conveniencia, unan sus voces al coro oficial.
Una vez medido si las leyes y sus reglamentos resultaron estar al nivel esperado, sus beneficios se difundirán. Entonces veremos en qué grado las reformas inspirarán a los hombres de negocios a invertir sus esfuerzos en el país.
Hay, empero, un área donde el gobierno sí domina la situación: el de montar las infraestructuras que urgen a México. Carreteras, líneas ferroviarias, aeropuertos, sistemas de irrigación, comunicaciones de todo tipo, instalaciones portuarias, bodegas para cosechas, polos logísticos de desarrollo regional.
Un vigoroso programa de obra pública es más que nunca oportuno, ahora que la reducción de ingresos fiscales es consecuencia de la autonomía que la reforma busca para Pemex. La urgencia de aumentar los recursos del gobierno no sólo se atiende con mejoras en la recaudación de impuestos.
La inmensa derrama económica que se desate con un ambicioso programa de infraestructura empleando talentos nacionales, mano de obra y materias primas nacionales, apoyando cadenas de producción, será la respuesta a la coyuntura que ahora vivimos.
Sin un gran programa de infraestructuras, la tardanza de varios años en percibir los efectos de la reforma energética podría agravar el bajo crecimiento que hoy registramos, resintiéndose todavía más el desempleo. Para su financiamiento podría aplicarse una parte de la amplia reserva monetaria que custodia el Banco de México, complementado de un estricto esquema de deuda pública conforme a los conocidos principios de la Constitución.
Obras públicas inteligentemente diseñadas y administradas son el imprescindible compañero de la reforma energética. Sin ellas los inflamados anuncios lanzados al aire sin siquiera haberse iniciado la discusión parlamentaria, podrán encender la imaginación mas no el progreso real de la nación.
*Consultor
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