

En los tiempos del priismo temprano, siempre tardío, la oposición se definía como mera ingenuidad, intento de motín, perjurio, traición, conspiración y rebeldía. Por su parte, los partidarios debían ser mansos, resignados, plegables. Eran en México tiempos similares a los que vive hoy Veracruz, un largo y fatigoso período en el que para ganar la simpatía del monarca en turno se exige la unanimidad acrítica, la sumisión interminable, la adulación redundante y el aplauso permanente. Los que poseen esos mansos y obsecuentes atributos han sobrevivido sexenio tras sexenio, para trepar con singular desparpajo desde las sombras de la nada hasta las más opulentas existencias. Veracruz se hunde, mientras ellos bordean su horizonte particular con la cabeza gacha, prestos a dar la espalda al que se va y adular con impudicia al que se asoma, ondeando la bandera de invencibles. No son ruta, sino laberinto. Se dicen solución incuestionable, pero son pura rémora imperturbable. No saben servir sin ser serviles. Olisquean el aire buscando no lo mejor para todos, sino lo ventajoso para ellos. Para asaltar puestos y candidaturas no buscan la oportunidad, se dedican a evacuar oportunismo. Son poseedores de procederes y recetas legendarias en el arte de la maledicencia, y su capacidad de innovación se manifiesta con formas cada vez más creativas de intrigar. Ofrecen a todo aspirante de ciertos tamaños la mejor embarcación, conspicuos capitanes, la tripulación más competente. Puro marinero de aguas negras que hunden todo intento de progreso que no sea estrictamente personal. No son el navío, sino el iceberg. No hay prácticamente ningún poderoso, de ayer, de hoy y de mañana, que en mayor o menor medida quede libre de esta calamidad farolera que se disfraza de
correligionario.
Al poderoso se le olvida que la política es el arte de organizar y orientar los asuntos ciudadanos, un mecanismo civilizado para encauzar y solucionar los problemas y necesidades surgidos de la convivencia colectiva, viendo en primer lugar por los beneficios de las mayorías. La política busca dar cauce legal y legítimo a la necesidad de trascendencia social, en beneficio de todos, usando el diálogo, el debate, el convencimiento, la negociación, el intercambio de ideas y propuestas, el reconocimiento de aliados y adversarios como interlocutores válidos.
Antes de serlo, el poderoso escucha, acerca, seduce, convence. Alienta la participación ciudadana, acepta y adopta la crítica como forma de ser y trabajar. El poder no irrita, pero intoxica. Genera amnesia, indiferencia, rechazo a lo que antes era aceptado, pretendido, invocado. Si antes de llegar al poder el aspirante plantea lo que debe hacerse para que el gobierno cumpla sus compromisos colectivos, una vez entronizado dispone lo necesario para consumar sus caprichos personales. Si como candidato escucha diagnósticos y solicita opiniones, como Ejecutivo demanda aplausos y requiere lisonjas. Es ahí cuando los trepadores adquieren influencia, porque adular e intrigar es su distintivo, y se relegan en el limbo las voces discrepantes. Decir algo original, pensar y manifestar ideas propias, señalar obstáculos, prever conflictos, sugerir rectificaciones, empieza a considerarse un furúnculo en el omóplato del mandamás, quien exige silencio como única manifestación aceptable de desacuerdo. Una vez que se acepta un cargo, se exige hacer y decir sólo lo que el superior reclama para satisfacer sus caprichos y ventoleras.
Si antes la oposición era un testimonio de mujeres y hombres íntegros y valerosos, la pluralidad y la alternancia transformaron al santo en hereje, y al casto en libertino. Hoy gobernar implica corresponsabilidad, desde los municipios hasta la Presidencia de la República, en Cabildos, legislaturas locales y en el Congreso de la Unión. El que gobierna acá es opositor allá, el que se opone aquí, preside acullá. En los días del partido único, la corrupción era un asunto que se daba entre los únicos que tenían la oportunidad de gobernar. Hoy pasa lo mismo, pero diferente, porque todos tienen lugar y ocasión de ser gobernantes.
Ya no hay grupos o sectores relegados de la vida pública, exentos de la oportunidad de administrar y gestionar recursos y poderes. La promesa de un país prominente, plural, democrático y honesto se hizo pedazos al día siguiente de la tan deseada alternancia. En el 2000 ganó la oposición, y Aztlán se convirtió en Pinotepa Nacional. El futuro se quedó atorado en el pasado, sin un Presidente capaz de convertirlo en presente.
Entonces la oposición deja de ser voz en el desierto para convertirse en alarido de terror, pasa de ser actor de reparto en la dimensión desconocida a convertirse en coprotagonista de historias macabras en horario triple A.
Hay un gen autoritario, un cromosoma perverso, un rasgo de putrefacción extendido entre la mal llamada clase política. Ni el opositor tiene siempre la razón ni el gobernante es infalible. Los reyes están desnudos, y son de todos colores.
Somos parte de una sociedad diversa, compleja, contradictoria. Una amalgama de ideas e intereses, de vínculos y afectos, de fobias y temores. Ni unísonos ni incompatibles. Discordantes, no inconexos. Desiguales, pero no asimétricos. Nos miden las mismas varas. El reto es que la pluralidad no nos fragmente, que el conflicto no nos excluya, que la participación no nos enfrente. Hacen falta canales institucionales fuertes, sólidos, acreditados que den cauce y respuesta al reclamo y la protesta. Sin confianza mutua no habrá credibilidad compartida, y el siguiente paso será el desplante y la ilegalidad, la violencia y el autoritarismo.
La oposición no puede subsistir en la negación ni zapatear en la insignificancia. Debe ser opción, ruta alterna, propuesta heterogénea, futuro propio. No demanda ser hostil, necesita ser consciente. Los gobiernos que no confían en sus capacidades compran, corrompen, degradan a toda oposición que algún día fue legítima, valerosa, ejemplar. Un gobernante sin argumentos persuade comparsas, arropa cómplices, seduce espantapájaros. Una oposición mancillada habla tan mal de sí misma como del mandatario que tiene que prostituirla para convencerla. Si en los procesos electorales hay vencedores y vencidos, en la compraventa de votos, iniciativas y registros hay mercachifles y mercaderes. Los gobiernos y los partidos deberían ser ejemplo de competencia y convivencia, no muestra vergonzante de complicidad y componenda. Veracruz no tiene oposición verídica, porque no tiene un gobierno veraz. Veracruz no tiene respuestas, porque nadie hace preguntas. No existen disyuntivas, porque no hay propósitos, sino ambiciones. No hay discrepancias, sino contubernios. El cumplimiento de compromisos se limita a un depósito puntual en la cuenta del dirigente opositor. Los votos a favor se consiguen por la ley de la oferta y la demanda, no producto del debate y la superación de desacuerdos. La única conciliación que interesa a opositores y gobernantes, es la de sus cuentas bancarias.
La democracia avanza en zigzag, camina entre tropiezos, se extravía en el escándalo, se denigra en el resentimiento, rejuvenece en el diálogo, se fortalece en la pluralidad, se desmorona entre mercaderes. Necesita controversias, no querellas, merece concordia, no amasiatos. En el próximo período tendrán oportunidad de quedar en evidencia. Las minorías pueden perder una votación legislativa. En la iniciativa de homologación electoral, por ejemplo. Lo que no pueden hacer es capitular por un manojo de billetes, como si les aventaran confeti en
una fiesta.
