

La grave crisis política y social desatada a raíz de la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa ha dejado a la mayoría de la sociedad mexicana en medio de un campo de batalla donde, por un lado, los grupos más radicales promueven y aprovechan la violencia y la ruptura del orden jurídico e institucional y, por otro lado, los actores políticos y gubernamentales, más que una solución de fondo, buscan minimizar sus costos y proteger sus intereses.
Las organizaciones ultras, montadas en la justa indignación social por los hechos de la infame noche de Iguala-Cocula, apuestan con sus movilizaciones y provocaciones a generar una espiral de caos y violencia que, conforme a sus dogmas e intereses, haga estallar la gobernabilidad y abra el camino a una revuelta masiva. Por eso su eje discursivo ha consistido en imputar al gobierno de la República la responsabilidad por lo ocurrido. Una imputación absurda que, sin embargo, ha encontrado eco en algunos segmentos de la sociedad, especialmente jóvenes, y en algunos actores políticos y mediáticos que, con una tremenda irresponsabilidad, empezando por López Obrador, se han sumado a ese discurso desorbitado que exige la salida del presidente Peña Nieto. El problema es muy delicado. En distintos países y momentos históricos las minorías más radicales han demostrado sus habilidades para aprovechar los malos estados de ánimo de las sociedades y atizar el hartazgo. Es lo que están haciendo a través de las provocaciones y agresiones que hemos visto los últimos días.
El problema adquiere una dimensión mucho más grave porque en el otro extremo de este campo minado, donde está sola y atrapada la sociedad mexicana, hay una clase política y un gobierno elusivos que, por lo visto, no han querido o no han sido capaces de entender la naturaleza de la crisis, asumir su profundidad y actuar en consecuencia. Ni los partidos políticos —los que postularon a Aguirre y a Abarca en primer lugar— ni el gobierno de la República han mostrado la sensibilidad, la responsabilidad y, sobre todo, la visión de Estado que una situación como esta exige. La investigación y sanción de los crímenes es una condición necesaria, pero a todas luces insuficiente, para ofrecer las respuestas y las soluciones que la sociedad reclama. ¿Es tan difícil entender que, entre ellos y los ultras, está la inmensa mayoría de la sociedad, absolutamente harta de la corrupción, la inseguridad y la impunidad? ¿No se han dado cuenta de que cada día están más lejos y desacreditados ante una sociedad expuesta cotidianamente a los abusos de las autoridades, en todos los poderes y niveles de gobierno? En esta sociedad, sola y atrapada, reside la fuente de legitimidad y energía social imprescindibles para construir el camino hacia la legalidad y la gobernabilidad democrática.
*Socio consultor de Consultiva
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