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De política y cosas peores

Superiberia

Plaza de almas

Siete mares me dicen que hay, Armando. Yo pienso que es uno solo, con distintos nombres. Lo mismo sucede con Dios: hay uno nada más, con nombres diferentes. Yo he conocido varios –mares, no dioses-, pues los océanos me convocaron desde que en la adolescencia leí un libro editado por la benemérita Colección Austral, “Dos años al pie del mástil”, de Richard Henry Dana, norteamericano. Estudiante de Harvard, hizo el viaje en un velero desde la costa de Massachusetts hasta la de California, rodeando el Cabo de Hornos. Melville decía que la descripción hecha por Dana de la vida en el mar era la mejor que se había escrito después de Homero. De los siete mares tu tío Felipe ha navegado en cinco, que no es poco decir. He estado en sitios tan remotos como las Islas Falkland (Malvinas, por si me está leyendo mi amigo argentino Augusto Cátedra) o Ushuaia, la ciudad –dicen- más al sur de todas las ciudades. Ahí di vuelta al peñón rocoso donde está el Faro del Fin del Mundo, acerca del cual escribió Verne. He cruzado tanto el Canal de Suez como el de Panamá. Fui a dar a Halifax, en Nueva Escocia. A ese puerto llegaron en brazos de las olas los cadáveres de muchos de los que perecieron en el naufragio del Titanic, entre ellos un niñito a cuya tumba la gente lleva todavía juguetes y ositos de peluche. He estado en la Creta de Schliemann, lo mismo que en Molokai, donde el padre Damián predicaba aquello de: “Nosotros los leprosos…”. En ruta a Éfeso vi el mismo mar color del vino que vio Ulises. De una travesía marítima, sin embargo, guardo especial recuerdo. Viajé en barco de carga, como quien dice de aventón, desde Southampton hasta San Sebastián, por el Golfo de Vizcaya. Fue la primera vez que conocí un mareo causado por el mar y no por el vino o el amor. El tal barco era más bien un barquichuelo. A la mitad del trayecto lo agarró en sus garras una tormenta de las que son frecuentes en ese tempestuoso piélago. El navío se sacudía igual que cáscara de nuez, si me permites ese inédito símil náutico. Yo me mareé como para ganar medalla de oro en la Olimpiada de los Mareos. Si no eché el alma por la boca fue porque la pobrecilla se asustó tanto que se escondió quién sabe dónde. Te juro, sobrino, que pensé que se me iba a ir la vida. El capitán me vio echando los bofes por la borda y se compadeció de mí. Hizo que uno de sus oficiales me aplicara una inyección de no sé qué. “Vete ya mismo a tu camarote”, me dijo mitad en inglés, mitad en español. Apenas me desplomé en la tarima que me servía de lecho caí en un sueño sin sueños. Desperté a media mañana del siguiente día y subí a cubierta. El mar estaba en paz consigo mismo; el cielo desplegaba su más azul azul y el mundo no daba ya más vueltas que las que debía dar. Jamás me he sentido tan bien como aquella mañana. Me sentí como debe haberse sentido Adán en su primer día en el paraíso. Era como si una mujer hermosa y buena me hubiera lavado por dentro y por fuera y me hubiera puesto luego a secar al tibio sol. Todo estaba recién inaugurado, y lo más nuevo de todo era yo, con música del himno de acción de gracias de la Sexta de Beethoven. Te lo digo, sobrino, porque esto de la epidemia pasará –todas las epidemias han pasado-, y el mundo volverá a ser como era a. c., antes del Coronavirus. Regresarán otra vez la caricia y el beso a la persona amada, el abrazo al amigo que hoy extrañas, el encuentro con todos aquellos que nos quieren y a quienes amamos. Te lo dice tu tío Felipe, que ha conocido otros vientos y otras tempestades, No pierdas la esperanza, Armando. Y si la pierdes no te apures: ella te encontrará… FIN.

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