


Los acontecimientos sucedidos en fechas recientes parecen tener los componentes de una tormenta perfecta: como ha sido consignado hasta el cansancio en las principales páginas de opinión de los mayores diarios, la desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa –a manos de un gobierno local criminal y sanguinario– pone los puntos sobre las íes de las deficiencias de un modelo institucional que, tras décadas enteras de prácticas de corrupción a todos los niveles, observa cómo su credibilidad se tambalea ante la opinión pública local e
internacional.
El agua siempre encuentra su propio cauce. Es un lugar común, una verdad de Perogrullo, pero una verdad de la que siempre nos olvidamos. La arrogancia del ser humano trata de cambiar la naturaleza de las cosas, de transformarla para que sirva a sus propios fines: creamos represas, construimos en los antiguos lechos de los ríos. Pero cuando la naturaleza desata sus propias fuerzas solemos llevarnos lecciones dolorosas: hemos sido testigos, una y otra vez, de las muestras de nuestra imprudencia al tratar de desafiar el orden natural. Las consecuencias están a la vista, en los caminos que tenemos que reparar una y otra vez por mala planeación, en las colonias cuyos habitantes saben que con cada temporal de lluvias están expuestos a perderlo todo una vez más. Tragedias que podrían evitarse si la corrupción y la codicia no campearan en nuestra clase
política.
Es lo mismo con los estudiantes desaparecidos. ¿De qué nos sirve abrir las puertas a la inversión en sectores estratégicos si no podemos garantizar la vida de nuestros ciudadanos? ¿Para qué modificar el diseño institucional si las reglas del juego no cambian? Las reformas estructurales que hemos abordado como nación no sirven de nada si no se garantiza, antes que nada, el Estado de derecho. Sin una reforma efectiva que salvaguarde, ante todas las cosas, la aplicación estricta de la ley, las reformas constitucionales emprendidas en los últimos tiempos equivalen simplemente a lo que pasaría si, en un juego de Turista, y ante la inconformidad de los participantes por las trampas de uno de los jugadores, se decidiera incrementar las rentas y los premios sin resolver antes la injusticia: es evidente que quien juega con tales ventajas terminará ganando de forma incluso más rápida que antes, pisoteando los derechos de sus contrincantes.
Hoy, parece que se ha formado una tormenta perfecta para la administración del presidente Peña: basta con dar un vistazo a las principales noticias que sobre nuestro país se destacan en los medios internacionales. Y podemos prever que el vendaval seguirá aumentando en la medida en que la búsqueda de nuestros desaparecidos continúe arrojando resultados infructuosos. El agua sigue su cauce a pesar de los designios humanos, y tal parece que el cauce que hemos ignorado es el del reclamo, legítimo y fundado, para que en nuestro país exista un Estado de derecho efectivo y que proporcione a la ciudadanía la tranquilidad, la certidumbre necesaria para que los cambios al diseño institucional prosperen.
Ese es el camino que la administración actual debe seguir: es la única solución en el horizonte para resolver el brete en el que está metido el gobierno federal. La investigación debe seguir, pero las responsabilidades deberán deslindarse hasta sus últimas consecuencias. Y no sólo eso, sino que el gobierno deberá convertir la lucha en contra de la corrupción en su gran cruzada, si es que quiere recuperar no sólo la legitimidad a ojos de los propios ciudadanos, sino el atractivo necesario para que se concrete el arribo de los grandes capitales.
Así, parece que la tormenta perfecta de Enrique Peña Nieto también podría ser su gran oportunidad. ¿A qué más puede aspirar un mexicano después de haber sido Presidente de la República? A tener un lugar en la historia. Al reconocimiento de la gente. A la satisfacción de los aplausos espontáneos, de la gente que se agolpa a saludar en un restaurante cualquiera. A ser un mexicano entre los mexicanos, pero el mejor de ellos. A los agradecimientos, las palmadas en la espalda, la sonrisa del afecto sincero.
¿Cuántos presidentes lo han logrado? ¿Cuántos han logrado realizar una labor reconocida, valiosa, merecedora de un espacio indiscutible en la historia nacional? Enrique Peña Nieto podría aspirar a lograrlo si da un golpe de timón y es capaz, además de las reformas estructurales ya conseguidas, de llevar a los tribunales y consignar con éxito no sólo a los responsables de Ayotzinapa, sino a todos aquellos se han engolosinado y abusado de sus funciones en ésta y otras administraciones.
A todos, sin distingo alguno. Es la única manera, aunque se antoje dolorosa por todo lo que implica. El mandatario actual podría asegurarse el anhelado lugar en la historia como el gran reformador que fue capaz de poner en cintura la corrupción y resolvió no sólo las desapariciones en Guerrero, sino los abusos en Coahuila, los dispendios con los que celebramos nuestro Bicentenario y muchos otros casos, de todos los colores, que laceran la confianza de los ciudadanos en sus autoridades. Es su oportunidad y su momento, señor Presidente. Escuche el reclamo de la gente y siga su instinto político, que sin duda lo tiene.


