


El padre Alejandro Solalinde tenía razón. Fue el primero en decir lo que había sucedido con aquellos estudiantes, niños todavía, que anhelaban ser normalistas.
Nadie lo cuestionó por faltar a la verdad, sino por la poca sensibilidad con los familiares, quienes de manera perfectamente lógica y entendible, no aceptarán la muerte de sus hijos mientras no existan las pruebas científicas que la corroboren plenamente.
El padre Solalinde, de forma ejemplar, pidió disculpas. Pero no mintió.
No pudo ampliar su declaración, imagino, porque los macabros hechos le fueron revelados en secreto de confesión.
No pudo dar más detalles a la PGR por el “carácter de su profesión”, como lo informó el procurador Jesús Murillo Karam.
No es la primera vez que en esa barranca se asesina, declaró uno de los detenidos y presunto autor material de la incineración de los 43
normalistas.
El viernes pasado, escuchamos, en silencio y horrorizados, la crónica de la reconstrucción de hechos que presentó Murillo Karam.
De lo que estamos seguros, dijo el procurador general de la República, es que en ese lugar (en el basurero de Cocula) hubo un homicidio masivo. No hay duda.
Estremecedor.
Los inculpados narraron su participación. Funcionan como reloj, cual engranaje de uno de los círculos del infierno, cual engranaje de maquinaria de la muerte.
Así, como cuando se está construyendo un edificio o arreglando una instalación eléctrica o cumpliendo con una encomienda, ellos, los de los alias, los “trabajadores” de los Guerreros Unidos, los agarraban “de las manos y de las patas” y los lanzaban al barranco, los apilaban, quemaban y trituraban, a sangre fría.
Soldados del inframundo. Miembros fragmentados del crimen organizado. Eslabones que no saben lo que sucede antes o después, sólo cumplen con su mortífera parte. Cada uno, inepto y miserable.
Bien describió Hannah Arendt, durante el juicio al nazi Adolf Eichmann, a esos hombres como partes de un todo oscuro, violento, aterrador. Sólo como partes, como burócratas. La banalidad del mal, le llamaba Arendt.
¿Qué hacer, pues?
Empezar por resarcir y acompañar en todo a los familiares de las víctimas. Investigar al exgobernador de Guerrero, Ángel Aguirre. Y perseguir, con toda la fuerza del Estado, y refundir en prisiones que funcionen, a los miembros desalmados del crimen organizado.
Ya luego viene todo lo demás: comisiones, pactos, consejos, prevención, políticas públicas. Que hasta este momento, poco han servido en materia de seguridad.
Para que no se repitan más y más ayotzinapas, más y más fosas, hay que identificar a cada uno de los miembros de este jugoso negocio y de esta macabra estructura. Los Abarca-Pineda no son Lucifer.
Si les conferimos ese rango, todo termina ahí. Habría que identificar nombre por nombre a los miserables burócratas del mal.
El “somos todos” diluye la responsabilidad del criminal.“Fuente Ovejuna” es sinónimo de impunidad.
“El mal no es nunca radical, sólo es extremo, y carece de toda profundidad y de cualquier dimensión demoniaca. Puede crecer desmesuradamente y reducir todo el mundo a escombros precisamente porque se extiende como un hongo por la superficie.”, concluyó Hannah Arendt.
Twitter: @elisaalani


