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¿Me explicas lo que estoy pensando?

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Escuchar voces y opiniones sin distinguir quién dice qué y por qué, descalificar de antemano a los de enfrente, apuntalar nuestros criterios con predilecciones, animadversiones, divagaciones y prejuicios, encubrir ofensas, injurias y escarnios tras la desamparada y bulliciosa libertad de expresión.

Criticar por costumbre selectiva, sin elementos, datos ni contrastes, dar por irrebatible y apropiado todo testimonio de nuestros partidarios, objetar por maléfico y falsario todo lo que diga y haga el adversario, darnos la razón al debatir frente el espejo, son todas costumbres arraigadas y extendidas en la plaza pública y en la red. 

Equivale a apreciar una película con los ojos cerrados, a sentirse timonel mientras se contempla la tempestad desde la orilla, a voltear en un crucero con los ojos cubiertos. 

Esas actitudes se asemejan a censurar un libro porque no nos gusta la portada, a devolver un vaso de agua porque el recipiente no es de materia reciclable, reprochar al cura porque no perdona nuestros pecados antes de cometerlos. 

Es como ir a misa los domingos, dar el saludo de paz a un desconocido, repetir que amarás a tu prójimo como a ti mismo, y llegar al lunes siendo el mismo egoísta taimado y envidioso. 

Es como reprobar a un alumno porque su letra no te gusta, porque sus ojos te perturban, porque no te saluda por la calle. Es injusto, absurdo, innecesario. 

Es apremiante criticar, proponer, deliberar, dialogar, intercambiar argumentos, premisas, opiniones. 

Sin obstáculos, condiciones ni chantajes. 

No señalar, no subrayar, develar ni debatir es aceptar la condena a la barbarie, es negarnos la posibilidad de ser sociables sin necesidad de ser amigos íntimos, es negarnos a ser civilizados y pretender erigirnos en cabales ciudadanos. 

Es una contradicción, es aspirar al futuro desde la incertidumbre de las verdades
absolutas. 

El gobernante no es patrón, tutor ni capataz. Es responsable de garantizar las condiciones para la convivencia pacífica y armónica de la sociedad. 

Y los ciudadanos estamos obligados a exigir que cumpla con ese deber, y al mismo tiempo debemos asumir el compromiso de acatar reglas y medidas que nos emparejen y equilibren. 

Todos somos abiertos, plurales y tolerantes hasta que aparece alguien que nos contradice. 

Entonces convencer pasa por corregir al otro, por rectificar sus pensamientos, por reconstruir sus antipatriotas y desorientadas rutas. 

Nadie en sus cabales festina un país cuyo escudo nacional está a punto de convertirse en una lápida. 

Nadie con neuronas aprovechables y fértiles aplaude actos violentos, aprueba la corrupción, elogia la impunidad. 

No hay un ser humano digno de ese nombre que lucre con los vivos y los muertos, que incite al salvajismo, que pretenda erigir un futuro desde las cenizas. “Crimen de estado”, “renuncia”, “presidente”, “autonomía”, “provocadores”, “estudiantes”, “universidad”, “policía” son palabras que en manos irresponsables se convierten en machetes y puñales. 

Y las navajas no son
cachivaches. 

Son herramientas, utensilios que requieren un mínimo cuidado en su uso y destino. A menos que se pretenda convertir los instrumentos en corazas y cambiarlos por bayonetas que justifiquen la rapiña. No es despreciable la política.

 Es una condición para construir gobiernos y sociedades democráticas, plurales, progresistas, tolerantes. 

Son indignos de ejercerla los corruptos, inútiles y serviles que han lucrado con esta actividad, del color que sean, con la casaca que porten y las banderas que enarbolen.

 La política desplegada con ética y a plenitud es contraria a la usura, la prebenda, el oportunismo y la violencia. 

Si queremos darle un sentido diferente, si pretendemos desterrar el cambalache de intereses personales en una actividad nacida para debatir y dirimir las diferencias, hay que revalorar la política e intensificar nuestra participación en sus procesos. 

Hacerlo con seriedad, responsabilidad, información, reglas claras y parejas, antes de convertirnos en aquellos seres despóticos que ahora tanto
despreciamos. 

No hay caminos más democráticos que la política entendida como diálogo, no hay diálogo si no tenemos argumentos, no hay argumentos sin ideas, no hay ideas si no entendemos las palabras, no hay palabras si carecemos de conceptos, no hay conceptos sin información, no hay información sin
datos ciertos. 

Sin hechos comprobados no hay debate posible. 

Hay doctrinas, credos, dogmas que enraízan por igual en la calle que en el templete y la tribuna, con un micrófono en la mano o apoltronados detrás un escritorio. La crítica implica observación, información,
discernimiento. 

No se usa la crítica como dardo, sino como idea, como punto de referencia, como preludio de una propuesta. No es reproche, es solución. Pero eso ni el chantajista ni el soberbio van a entenderlo. 

Demandamos explicaciones para luego descalificar al que las ofrece. Tenemos gobernadores que recortan elecciones y sexenios según su gusto, anhelo y beneficio. Leemos y escuchamos medios que cuadran verdades y testimonios según sea el monto de tarifas y facturas. 

Tendremos candidatos que persuaden voluntades expidiendo cheques al portador. 

Se viven tiempos de democracia sin demócratas, anarquismo sin anarquistas y arbitrariedades sin arbitrarios. Y de los tres, el primero parece ser el que requiere más protagonistas. 

Descalificar la política contribuye al desprestigio que otros le transmiten con sus actos. 

Exigir y lograr que sea un espacio común de intercambio de datos, análisis, participación y propuestas le devolverá el sentido original que la concibe. 

Soy ingenuo, sí. Sé que hay intereses de todo tipo, en todas partes. Mientras los gobernantes se sienten todopoderosos e infalibles, hay sectores que dialogan, debaten y se convencen a sí mismos, con la misma certeza de su infalibilidad. 

Son iguales. Pretenden imponer una visión, un solo pensamiento, un criterio acrítico que confunde el gobierno con un reino y la estridencia con la indignación. Podríamos empezar por entender que el enemigo común es la violencia. 

Que el terror nace de años de complicidad e indiferencia gubernamental ante la delincuencia, la miseria y la desigualdad. Ellos son los responsables. Nosotros también, por desidia, desesperación o irreflexión. 

Pero los culpables están en otra parte, y se entretienen viendo el éxito de su astucia. Provocar distancias y disputas entre sectores ciudadanos, partidos y gobierno, para debilitar los flancos desde los que podrían ser vencidos. 

Eso creo, eso pienso. A menos, claro, que tú puedas explicarme qué es lo que estoy pensando mejor que yo a mí mismo.

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