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El toque de zafarrancho

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La llamada a zafarrancho era una convocatoria para luchar al mejor entender de cada quien, cuando ya toda estrategia se había perdido y todo plan de batalla resultaba imposible de seguir. 

Estaba caracterizada por un incesante reparto de mandobles, a la alta escuela del “cada quien
para su santo”. 

Era el síndrome infalible de la desesperación final.

En algunos casos, para su ventura, fue el preludio de la victoria de César Augusto, de Wellington, de Nelson, de Zaragoza, de Obregón, de Juan de Austria y de Grant. 

En otros más, para su desventura, fue la antífona de la debacle de los vencidos en Actium, en Waterloo, en Trafalgar, en Puebla, en Celaya, en Lepanto y en Gettysburg,
respectivamente.

Nuestra proclividad a ver al fin de año como un parteaguas fundamental, nos hace pensar en recuentos y
en pronósticos. 

Muchos de los acontecimientos de los tiempos actuales nos muestran un escenario que invita al combate improvisado, que induce a la contienda individualista y que orilla a pensar en que el mañana ya es muy tarde o, peor aún, en que no hay un  mañana. 

Con todo esto, pareciera que amenaza con sonar el toque
de zafarrancho.

Si tuviéramos que reducir a la más apretada síntesis los dos puntos de la estructura mexicana que más acusan riesgo de colapso no podrían excluirse la ampliación de los espacios de la pobreza extrema y la
 fractura del Estado de derecho. 

Esta última, manifestada en inseguridad, en delincuencia, en ilegalidad y en corrupción, es más conspicua y más estridente que la primera porque se transforma en manifestaciones, en motines y en plantones.

Pero no nos confundamos. La pobreza es mucho más peligrosa que la inseguridad. Esta última duele mucho en las clases medias y altas. 

Todos los dirigentes comunitarios contra la inseguridad son
mexicanos ricos. 

Para comenzar, les sobra el tiempo. Pero la miseria es la verdadera amenaza donde sabemos el tamaño de la bomba, pero ignoramos
lo largo de la mecha. 

Es muy sensato que mucho nos duelan 43 muertos pero no es nada sensato que no nos duelan
43 millones de pobres.   

Sin embargo, peor que las dos juntas, es que la política vaya mal. Cuando todo va mal, pero la política va bien, la esperanza de mejoría
está asegurada. 

Pero cuando la política va mal, se arriesga hasta a lo que ha ido bien.

Aclaro que no me refiero a la simple derrota de un programa o a la cancelación de un proyecto. Eso tan sólo significaría que va mal un gobierno. 

Pero es la política la que va mal cuando no nos entendemos o cuando con el mismo nombre nos referimos a conceptos distintos. Cuando confundimos el camino con el destino. 

Cuando no distinguimos entre futuro y porvenir. Cuando no diferenciamos la visión de la videncia. Cuando enmarañamos lo circunstancial con lo estructural, el incidente con lo permanente o lo discursivo
con lo definitivo.  

El fracaso de la política es peor que la derrota de la seguridad y que la pérdida del bienestar.

Por fortuna, también se cuenta con muchos activos que son los que han hecho que, de una crisis esencial o existencial, hayan surgido los grandes apogeos de las sociedades. 

De la debacle del Triunvirato, emergería el Cesarismo. De los Idus de marzo, surgiría el
Imperio Romano. 

De la decadencia del directorio, nacerían el consulado y el imperio. 

De la Intervención, se alumbraría la República Restaurada. 

De la Gran Depresión, surgiría el New Deal. Y del entierro de la Cuarta República, sepultada en su féretro de debilidad, aparecería la fortaleza de la Quinta República francesa.

Se diría, con suficiente razón, que me refiero a momentos estelares de la humanidad, salvaguardados por la grandeza histórica de un líder oportuno en su aparición. 

Es cierto que sin Julio César, sin César Augusto, sin Bonaparte, sin Juárez, sin Roosevelt y sin De Gaulle, estas historias se hubieran escrito de manera diferente. Pero, también es cierto que el surgimiento del líder suele estar precedido de
circunstancias dolorosas. 

En los pueblos felices no
surgen los líderes.

Estos son los tradicionales días donde muchos consultan al tarot, al horóscopo, a la pitonisa, al oráculo y hasta al presagio. 

Cuando muchos buscan sus indicadores para el año que comienza. Algunos, con buen tino, piensan que el Congreso es un buen indicador. 

Otros, ingenuos, creen que lo es el discurso político. Hay quienes, experimentados, buscan indicación en los medios de comunicación. Los que especulan, en las
cotizaciones de mercado. 

Los tímidos, en sus gurús. Los modernistas, en las encuestas. Los obedientes, en sus jefes. Los tránsfugas, en el extranjero. Los místicos, en la adivinación. Los románticos, en la historia. Los babosos, en el rumor. Los creyentes, en su dios. Los ricos, en su contador. Los pobres, en su aguinaldo. Y los muy pobres, buscan comida, no indicadores.

Es de desear que, para nuestra nación y para nosotros, suene el toque de honor y que se nos aleje del toque de zafarrancho que, muchas veces en la historia, ha precedido al toque de silencio.

*Abogado y político.

Presidente de la Academia Nacional, A. C.

 w989298@prodigy.net.mx

Twitter: @jeromeroapis

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