


Al inicio de 2014 era difícil imaginar un cierre de año en condiciones tan críticas en diversos frentes.
El proceso de negociación y construcción de acuerdos en el marco del Pacto por México había significado un avance sustancial y, en muchos sentidos, inédito, no sólo por las reformas mismas —en asuntos fundamentales como la educación pública, la competencia económica o la transformación del sector energético, sino también por la capacidad de los actores políticos para generar consensos con responsabilidad democrática.
Un mérito que, aún ahora, no debe desdeñarse.
Nos alcanzaron, sin embargo, los vicios y las deformaciones acumulados, con manifestaciones tan brutales como los crímenes contra los normalistas de Ayotzinapa y, catalizados
por estos.
Las nuevas revelaciones sobre la profunda descomposición de las instituciones públicas, tanto por la infiltración del crimen organizado como por la corrupción estructural de un régimen que, ni siquiera con la transición a la democracia ha superado los atavismos del abuso del poder y del desprecio por la legalidad en todas sus expresiones.
A esta crisis se suma la persistencia del estancamiento de la economía mexicana y, desde luego, el difícil contexto internacional, con el desplome de los precios del petróleo.
Cuyo impacto sobre el gasto público es inevitable, y el acentuado riesgo de debacles económicas en potencias emergentes, como Rusia y Brasil, cuyos efectos pueden generar mayores turbulencias e incertidumbre en
los mercados.
Todo esto se refleja en un ambiente de indignación, tensión, crispación y temor.
La sociedad mexicana, como muestran las más recientes encuestas, manifiesta un rechazo mayoritario hacia gran parte de los actores políticos y las instituciones públicas.
La verdad es que resulta muy difícil encontrar argumentos para inyectar optimismo en el ánimo social ante la cascada de escándalos y desatinos que los involucran a casi todos.
Es evidente que estas condiciones son aprovechadas por organizaciones radicales, históricamente contrarias a los cauces de la ley y la democracia.
O por grupos de interés afectados por las reformas de los últimos dos años.
Pero también es evidente que sus alcances y capacidad para agudizar la crisis política y social no serían los mismos si los partidos y los gobiernos —municipales, locales y federal— gozaran de credibilidad y respaldo entre la mayoría de la sociedad.
La natural y legítima inconformidad ante una realidad inadmisible es un signo saludable.
No me refiero sólo a la que se manifiesta en las calles, sino también a la que se expresa en todos los espacios en donde se habla de la situación del país.
Es una gran oportunidad para traducir esta energía social en un impulso sostenido de construcción de ciudadanía, la única vía para alcanzar la legalidad
democrática.
*Socio Consultor de Consultiva
abegne.guerra@gmail.com


