

Tierra Blanca.- Un escapulario con diferentes representaciones de la Virgen de Guadalupe y Los Cinco Misterios de la Santa Fe le abraza con delicadeza las filosas vértebras del cuello. Se trata de un rosario sencillo, moldeado en madera común y pintado a mano con un barniz de tonalidad oscura, que le bordea por entre los sobresalientes huesos de la clavícula, baja por el torso robusto y amplio cincelado a base de press banca, y culmina junto a la cara de un grotesco payaso en la boca del estómago.
Miguel –llamémosle así- tiene tatuajes por todo el cuerpo.
Por el pecho, abdomen, hombros, brazos, manos, y hasta por los pómulos y las orejas, le afloran caras demoníacas que se entremezclan con hojas de marihuana, emblemas en inglés y español –When I ride on my enemies, en el costado derecho; Qué falta me hace mi padre, en el izquierdo; Mi querida madre Alba, en la espalda-; retratos tipo Manga de mujeres empuñando pistolas, calaveras que ríen, y una lágrima perenne que se desliza por el ojo derecho junto a tres escalofriantes puntos que dan cuenta, sobre el pómulo izquierdo, de una frenética vida loca.
-Oye compa, ¿y tú eres de la mara?
La pregunta retumba en medio de un sepulcral silencio que es únicamente interrumpido por un “ay-ya-ya-yaí”, al estilo mariachi, que sale del altavoz de uno de esos celulares que pueden adquirirse en cualquier tienda de autoservicio.
“Esta gente es peligrosa –narra el corrido entre alegres notas de acordeón- no toleran ni un reclamo/ al que les falta el respeto, lueguito les dan pa’bajo/ ellos ajustan cuentas, siempre al estilo italiano”.
Miguel no dice nada.
Sólo sonríe de medio lado mientras permanece apoyado contra el vagón de la compañía Cemex que lo resguarda del intenso calor, y mantiene los ojos negros y ligeramente rasgados fijos en el sendero hipnótico que forman los durmientes de la vía. En el suelo, otros tres migrantes y un joven que dice tener 16 años y nacionalidad mexicana miran de reojo algo malhumorados al periodista que se les aproxima, mientras descansan tumbados entre piedras angostas, latas de cerveza, un par de tenis que se secan al sol, dos bolsas por las que asoma ropa, los restos de un pantalón sucio hecho jirones, y dos botellas de plástico con el cuello degollado y restos de pegamento Resistol en su interior.
-No, mi hermano. ¿Cómo crees? –Miguel responde con un tono de molestia-. Perdí a alguien y lo sigo llorando –se explica-. Por eso me tatué la lágrima.
“Viví mis años locos por mi cuenta, como una forma de sobrevivir a la calle”.
Tras la respuesta, el hondureño “criado en California” saca la mano del bolsillo del pantalón ancho que lleva caído por debajo de la cintura y que deja a la vista el elástico de un calzón azul, y se rasca el pómulo con la uña del dedo meñique.
-Ah wey, ¿lo dices por esto? –Pregunta con una amplia sonrisa, como si acabara de percatarse de que lleva los “tres puntos locos” dibujados en la piel-. Bueno, sí. He vivido mi vida loca –encoge los hombros con las manos metidas de nuevo en los bolsillos-.
“Pero nunca he andado con la Mara Salvatrucha, ni con Barrio 18, ni con ninguna pandilla. Viví mis años locos yo solito y por mi cuenta, como una forma de sobrevivir a la calle”.
Hace ahora, una pausa de varios segundos y ladea la vista rasgada hacia ese punto infinito donde convergen las vías.
“No lo niego –se arranca de nuevo sin dejar de mirar el sendero-, viví mi vida loca… Pero no soy un delincuente”.
Estamos en Tierra Blanca, un municipio del hermoso pero convulsionado estado de Veracruz, el cual suma algo más de 90 mil habitantes que platican con un agradable y bullanguero acento cantadito –difícil de captar a la primera, sobre todo para el foráneo- propio de estas latitudes alegres donde se baila un rápido y rítmico Son Jarocho, y al que, cuentan las crónicas locales, los poetas llamaban La novia del sol debido a que en esta zona de la cuenca del Papaloapan en la que predomina el cultivo de caña de azúcar, la cría de ganado, y la industria vidriera, el mercurio puede dilatarse hasta los 50 centígrados… a la sombra.
“A Tierra Blanca también se la conoce como La antesala del infierno“, comenta ajustándose la guayabera un veterano periodista local mientras camina por la vieja estación donde se encuentra uno de los símbolos más representativos de la ciudad: Mi Prieta Linda, una locomotora de vapor, “orgullosa y preciosa como una Diosa”, a la que grupos de música como Los socios del Ritmo le dedican canciones con “puro ritmo caliente” para ensalzar la tradición ferrocarrilera de este municipio.
Sin embargo, la referencia a esta tierra con fama de bronca y hospitalaria a partes iguales como “la antesala del infierno”, va mucho más allá de las temperaturas que soportan los parroquianos, incluso durante el relativo invierno: de acuerdo con organismos como la Comisión Nacional de Derechos Humanos, y ONG´s como Amnistía Internacional, y el albergue Hermanos en el Camino –liderado por el sacerdote Alejandro Solalinde-, Tierra Blanca es, junto a Coatzacoalcos, Orizaba y Medias Aguas, la ciudad con mayor índice de secuestros de indocumentados en Veracruz, estado que, a su vez, se encuentra dentro de la lista negra de entidades más peligrosas para quienes buscan alcanzar la frontera norte arriba del tren al que llaman La Bestia.
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EL BUEN TONO
