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Carrera equivocada

Superiberia

Cuando me presenté por primera vez a la Facultad de Ingeniería me hallaba tan decepcionado que no podía atarme bien los zapatos. Tres perros me persiguieron desde mi casa hasta la parada del autobús que habría de llevarme a Ciudad Universitaria, tres perros fieros y completamente refractarios a la conversación. La conversación entre perros y humanos existe pese a las dudas filosóficas que un hecho así despierta, mas en aquella mañana extraviada en 1980 la charla con mis perseguidores fue imposible a tal extremo que uno de ellos me dejó sin la valenciana del pantalón e hizo que mi sangre brotara dispuesta en tres delgados riachuelos que empaparon los calcetines y humedecieron el cuero de mi zapato. No me importó el aspecto lamentable y desanimado y me presenté a clases, los ingenieros no reparan en la ropa, sino en las flechas, en la estructura de sus tiendas de campaña, en las piedras con que detendrán el río. La primera clase que recibí en el primero de los siete largos años de estadía en la facultad fue la correspondiente a una materia denominada Álgebra y Geometría Analítica que tomaba yo en uno de los salones del Anexo de Ingeniería. La mordida de perro en mi gemelo más una clase críptica y lejos de mi entendimiento no fueron las causas de mi espíritu decepcionado, sino que yo sabía, como estoy cierto desde el comienzo de la eternidad, que yo debería haberme inscrito a clases de arquitectura, no de ingeniería. En ese entonces, como ahora, prefería aprender más sobre las formas bellas que sobre las columnas sólidas, y además sabía por conocimiento de mí mismo que las entrañas de hormigón y la obra negra me despertaban un miedo que sólo puede ser comparado con el temor a morir o a haber nacido. Yo había nacido para habitar la superficie y el aspecto exterior de las cosas, para rehusarme a echar siquiera una mirada a la cosa en sí kantiana o a los aspectos esenciales o profundos de la vida sensible.

Siguiendo los cánones del temperamento romántico el ambiente inhóspito que priva en una escuela es la más alta enseñanza a la que uno puede ser sometido. Thomas Bernhard, el escritor de carne y hueso, no uno de sus personajes, sino él mismo dijo en una entrevista a una mujer que él nunca había recibido un sólo Groschen y que a los artistas había que cerrarles y prohibirles todas las puertas que desearan atravesar, y entonces, hasta entonces dijo, sería posible acaso obtener algo de ellos. La teoría encubierta por estas palabras desalmadas señala que el enemigo en acción obtiene de nosotros las virtudes y las debilidades que nos definen, sean estas la prudencia, la mesura, la templanza, o sus contrarios naturales, la imprudencia, la desmesura, el desenfreno y un rosario más de virtudes o vicios que nos dan nuestro lugar en la arena a la hora de pelear. Aún conociendo y sufriendo dicha teoría, no estaba seguro en qué lugar del ambiente inhóspito se ubicaba a ese extraño ser que durante la clase de Métodos Numéricos impartida en el salón 101 se sentaba en el pupitre vecino al mío, a unos centímetros de mi costado. ¿Era una mujer? Su sexo se enarbolaba en medio de clase como un misterio y su rudeza masculina no era suficiente para definir su género. Todo parecía indicar que nada se podía indicar. Todo parecía decir que nada se podía decir respecto a ella, a él o a ello. Podría enumerar la completa indumentaria de mi compañera de carrera o el efecto que su camisa de franela o sus botas de explorador causaban en mi ánimo disminuido, pero no sabría describir la ambigüedad de su rostro impasible ni la contundencia de sus dedos regordetes cuando hacían garabatos en su cuaderno de notas. Decidido a ser un pupilo de la verdad dejé atrás las especulaciones y me dediqué a seguirla a una distancia prudente hasta descubrir que una vez por la mañana, minutos después de las nueve entraba al baño de mujeres. Esta persona se consideraba a sí misma una mujer y por esa razón elegía introducirse al cuarto de los retretes femeninos. Fue un consuelo saber que ella se definía de alguna manera y que su definición aumentaba el escaso número de mujeres en mi Facultad. La posición que el temperamento romántico tomaría con respecto a esta situación sería más bien de absoluta desazón y no de estoicismo o prudencia. ¡Que años de sufrimiento aquellos! No revelaré su nombre pues es posible que en la actualidad sea una persona influyente o una madre de familia respetable. Y temería ofenderla.

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