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Dignidad

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Oh, y ahora, ¿quién podrá defendernos?

 

No piense, amable lector, que en esta columna intento rendir homenaje póstumo a la memoria de Chespirito. Simplemente recuerdo una de sus más famosas frases porque, sin mediar humor, resume el sentir de muchos ciudadanos respecto de nuestra seguridad y de la falta de fe en quienes se supone deberían resguardarla.

 

Casos como el de Iguala nos hacen sentir más vulnerables que nunca. Por desgracia, no es nuevo que la policía, uno de los instrumentos del Estado responsables de garantizar la seguridad de la población, provoque más recelo que confianza. 

 

Sin embargo, nunca el panorama había sido tan
descorazonador.

 

Suena a chiste (y no precisamente de Gómez Bolaños), pero sí hubo un tiempo en el que la figura del policía siempre encarnaba a una autoridad digna de respeto. Recordemos simplemente al policía de barrio, un vecino más, dotado con placa y arma para actuar en el momento que alguna persona violentara la ley para obtener algún beneficio
personal. 

 

Las más de las veces se trataba de una persona honesta, no necesariamente bien pagada, pero que se comprometía con honestidad y duraba años en su encargo aun sabiendo que cada día podía estarse
jugando la vida.

 

Era una figura que, aun con sus defectos, concitaba respaldo social. No en balde, hasta la fecha, a cualquier uniformado (un guardia de seguridad privado de un edificio o negocio, por ejemplo) le decimos “oficial”, aun cuando no sea en estricto sentido un
servidor público.

 

Muy pocos creen en la figura del policía incorruptible que suelen presentar las series de televisión. En el imaginario popular predomina el oficial de tránsito que pide mordida para “perdonar” multas a los automovilistas infractores. 

 

Sin que se justifique esta forma de corrupción, la sociedad suele tolerarla porque, por desgracia, son los propios ciudadanos los que la fomentan.

 

Pero lo ocurrido en Guerrero rebasó cualquier límite de lo que una sociedad debiera permitir. Cierto, conocemos desde hace años que la delincuencia organizada infiltró a los cuerpos de seguridad. 

 

Y el haber dejado sin solución esta anomalía, al grado de volverse “normal”, fue la semilla que dio origen a la monstruosidad de la desaparición de 43 estudiantes que hoy tiene a la sociedad mexicana entera en una deprimente crisis.

 

La falta de confiabilidad en los cuerpos policiacos es uno de los factores que destaca la iniciativa presidencial presentada el pasado lunes, uno de los ejes mediante los cuales se pretende resolver de tajo la problemática generada por la corrupción policiaca.

 

De hecho, tal como señala la exposición de motivos, ha sido un fracaso el proceso de depuración y profesionalización de los cuerpos policiacos emprendida desde 2009 por el calderonismo, que justo había hecho de la lucha antinarco el eje de su gobierno.

 

Ya se debatirá pronto la viabilidad de la nueva estrategia, basada sobre todo en depositar la carga de la responsabilidad en los gobiernos estatales (lo que anticipa, por lo pronto, la disputa pública entre gobernadores y alcaldes, sobre todo cuando pertenezcan a partidos distintos, del dinero destinado a seguridad). 

 

Más allá de cuál sea la esfera del poder público que les dé el uniforme, ninguna solución será de fondo si no parte del principio de volver a recuperar el prestigio social de la policía.

 

(Lamentablemente, la figura de los guardianes del orden público ha perdido brillo incluso a escala internacional. Nuestro vecino del norte, el país más poderoso del mundo, atraviesa también por una fuerte crisis derivada de la exoneración de policías blancos acusados de abusar de ciudadanos negros, lo que ha derivado en disturbios con tinte racial.

 

Un problema que ya llevó al presidente Barack Obama a proponer que los agentes porten cámaras y a la ciudad de Nueva York a decidir el “reentrenamiento” de 22 mil policías para que aprendan a controlar su propia adrenalina cuando actúen en la calle).

 

Redignificar la tarea de los policías en México no sólo pasa por evitar que sean absorbidos por el poder corruptor del crimen organizado, sino también por entrenarlos debidamente para actuar en casos de violencia durante manifestaciones públicas (de tal forma que no paguen justos por pecadores) y que no terminen pagando con su propio desprestigio por detener a personas de las que está probada su participación en agresiones, como fue el caso de Sandino Bucio.

 

Dignificar a las policías significa que ejerzan correctamente la facultad legítima del Estado para utilizar la violencia si es necesario para garantizar la seguridad del orden, sin reprimir ni abusar. Ésa es una tarea indiscutible de los gobiernos. 

 

Y los ciudadanos, en tanto, debemos tener claro que el enemigo está en otro lado, en quienes han acumulado poder destructivo gracias a su capacidad de corrupción, y para vencerlos necesitamos un brazo poderoso y bien respaldado.

 

Necesitamos, como sociedad, devolverle su dignidad a la profesión del policía, para lo que hace falta mucho más que un chipote chillón.

           

 

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