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El don de la palabra a pocos se les da… Y qué bueno

Superiberia

Don Ruperto Viveros fue un extraordinario personaje de Monclova, en mi natal Coahuila. Liberal de hueso colorado, masón del grado 33, era sin embargo cordial amigo del cura del lugar, el buen padre Almaraz, con quien unía esfuerzos en labores de beneficio para la comunidad. Conversador ameno e ingenioso, don Ruperto solía relatar anécdotas hilarantes que hacían soltar el trapo de la risa a quienes lo escuchaban. En una de esas gozosas ocasiones lo oí contar la historia de don Crisóstomo, orador de pueblo. Sucedió que un político de la localidad, diputado federal suplente, fue llamado a la Capital de la República a tomar posesión de la curul que dejó vacante el propietario, a quien se le ocurrió la mala idea de morirse cuando estaba disfrutando más de las dietas y privilegios que acompañan a dicha sinecura. La gente acudió en masa a la estación del tren a despedir al nuevo legislador. Subió éste al vagón y se volvió desde la escalerilla a agradecer las muestras de sus convecinos. Se oyó en eso una voz salida de la multitud: “¡Que hable don Crisóstomo!”. Y es que este señor tenía fama de orador castelariano, renombre ganado a pulso en ceremonias cívicas, juegos florales y brindis de ocasión. Con gesto magnánimo el político autorizó el discurso. Don Crisóstomo se dirigió al flamante diputado: “Y bien. Aquí estás ya, firme y erguido como deben estar los hombres en estas circunstancias. El hueco que vas a llenar, lo sabemos todos, es muy grande. Ve hacia él con determinación, pues si te vemos vacilar, uno por uno, o todos juntos, tus amigos te empujaremos para que hagas lo que el deber te manda que hagas”. Una ovación atronadora rubricó las palabras del altílocuo orador, que vio así consagrado su prestigio. Sucedió que pocos días después hubo en el pueblo un funeral. En el panteón se oyó otra vez la voz: “¡Que hable don Crisóstomo!”. Tan bien le había ido al orador en su anterior alocución que decidió repetir las palabras que tantos aplausos le allegaron. Dirigiéndose al ocupante del féretro le dijo: “Y bien. Aquí estás ya, firme y erguido como deben estar los hombres en estas circunstancias. El hueco que vas a llenar, lo sabemos todos, es muy grande. Ve hacia él con determinación, pues si te vemos vacilar, uno por uno, o todos juntos, tus amigos te empujaremos para que hagas lo que el deber te manda que hagas”. Un silencio desconcertado siguió ahora a las palabras del demóstenes local, que éste tomó como señal de respeto al acontecimiento funerario. Pasó un mes, y en el lugar se celebró una boda. Al término del banquete nupcial de nueva cuenta se escuchó la voz: “¡Que hable don Crisóstomo!”. Se dirigió éste al novio, y ante el azoro de la novia y de la concurrencia en general le espetó al atónito muchacho su bien aprendido discurso: “Y bien. Aquí estás ya, firme y erguido como deben estar los hombres en estas circunstancias. El hueco que vas a llenar, lo sabemos todos, es muy grande. Ve hacia él con determinación, pues si te vemos vacilar, uno por uno, o todos juntos, te empujaremos para que hagas lo que el deber te manda que hagas”. Según contaba don Ruperto jamás volvió a escucharse el grito aquel: “¡Que hable don Crisóstomo!”, y nunca tampoco se repitió el discurso del antes célebre orador. Sic transit gloria mundi… A pocos hombres y mujeres les es dado el don de la palabra. Y qué bueno: quienes gustan de oírse a sí mismos dicen generalmente puras vacuidades. Más que las palabras cuentan los hechos. Es grave error pensar que se gobierna hablando… FIN.

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