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El éxtasis de los reformadores

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Pasaron los días del homenaje patrio, del orgullo nacional y del recuerdo emotivo. Regresamos a nuestra cotidianeidad y a la observación de nuestra circunstancia y, sobre todo, de nosotros mismos.

Vivimos tiempos de inconformidad y de cambio. Todo ello puede ser bueno si lo sabemos aprovechar. La inconformidad de los humanos se resuelve en dos consecuencias básicas. Una de ellas es la obstrucción ruinosa. De ésta, hoy no nos ocuparemos. La otra es la reforma constructiva. Para hoy, quedémonos con estos constructores. La vida y la historia nos muestran diversos modelos que nos sirven de ejemplo.

Beethoven se dedicó a la música desde la niñez. Muy joven llegó a la genialidad. Pero, para sus 30 años ya había resuelto que no le gustaba la música. Quizá dudó de sí mismo cuando decidió que no le gustaban Mozart ni Haydn ni músico alguno. Por eso, decidió cambiar la música y la cambió. Después de Beethoven, absolutamente nadie volvió a componer, a ejecutar ni a escuchar la música como se hacía antes de él. Esa inconformidad del reformador generó el Romanticismo.

Miguel Ángel sufrió con el encargo de pintar la Capilla Sixtina porque ya no le gustaba la pintura. La cambió y pintó a San Pedro como lo que era. Un hombre tosco, sucio, torpe, cacarizo y chimuelo. Por primera vez, los humanos no vieron a los apóstoles con la piel maquillada, con el pelo atusado y con los ojos extasiados. Julio II los miró complacido. Conocedor de la naturaleza divina y de la humana sabía que el Nazareno no vio en el pescador la mugre de sus uñas sino la limpieza de su espíritu. Esa inconformidad del reformador generó el Renacimiento.

A los Constituyentes de Filadelfia ya no les gustaba el sistema político. Por eso diseñaron la república constitucional, invento suyo hoy copiado por cuatro de cada cinco países del planeta. Esa inconformidad del reformador generó el Republicanismo.

A los hombres de nuestro liberalismo del siglo XIX y a los de nuestro antirreeleccionismo del siglo XX ya no les gustaba México y lo cambiaron. Fueron inconformes que generaron la Reforma y la Revolución Y a los enciclopedistas franceses ya no les gustaba el mundo y lo cambiaron. Fueron inconformes que generaron el igualitarismo.

Es cierto. Los hombres del cambio son los hombres de la insatisfacción, del desagrado, del fastidio, de la decepción y de la contrariedad. Son los que se deciden a modificar una realidad porque les parece un adefesio, si se trata del artista. Porque les parece un atraso, si se trata del científico. O porque les parece un absurdo, si se trata del político.

Pero, además, son los hombres de la valentía que se deciden a  arriesgarse a la resistencia del conservador, a la incomprensión del bruto y a la duda de ellos mismos.

Es cierto que el cambio puede exponernos a la pifia y al fracaso. La equivocación proviene de la acción y es hija de ella. Hamlet nunca se equivocó porque nunca actuó. No hizo nada ni como príncipe ni como hijo ni como amante. De hecho, puede decirse que no fue príncipe ni hijo ni amante. En cambio, Romeo se equivocó en todo, pero eso fue el precio de su actuación. Pese a ello, desde hace 400 años, Hamlet nos deprime y nos decepciona mientras que Romeo nos emociona y nos inspira.

Hoy en día, a la gran mayoría de los mexicanos ya tampoco nos gusta México. No nos gusta su pobreza, su inseguridad, su injusticia, su deshonestidad, su abuso, su irresponsabilidad y su cinismo. Pero, por eso, algunos mexicanos inconformes se han decidido a cambiarlo por la vía de la reforma constructiva, muchas veces expuesta a la resistencia, a la incomprensión y a la duda.

Las reformas emprendidas por Enrique Peña Nieto y apoyadas por muchos mexicanos del suyo y de otros partidos son el inicio de la satisfacción a muchas de nuestras inconformidades. Desde luego, las reformas estructurales tienen que ser complementadas con las reformas de la ley, con su aplicación ya concretizada, así como con una actitud generalizada para ello. No se trata de un ejercicio que se agota en un solo sexenio y, si me apremian, ni siquiera en una sola generación. Pero ya se inició y eso es lo más valioso en el horizonte histórico.

Cuando mencioné a reformadores legendarios no olvidé a Julio César ni, mucho menos, a Jesús de Nazareth, entre tantos otros. A éste ya no le gustaba la religión judía y proclamó un cambio para ella. A aquel ya no le gustaba la república romana y propuso un cambio para ella. A los dos les opusieron resistencia. Pero, curiosamente, tanto el beso de Judas como el puñal de Bruto contribuyeron a la edificación definitiva del Imperio Romano y de la Iglesia de Cristo.

Frente a la decisión de cambio, recordemos a César en la orilla del Rubicón. Se apartó de todos, solitario largos minutos. Fijó la mirada en el horizonte y en el destino. Cuando regresó de su introspección montó en Genitor, señaló la orden de avance y pronunció la inolvidable frase: alea iacta est. En ese preciso momento cambió a su mundo.

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