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EL MINUTERO

Superiberia

 Por Andrés Timoteo/ columnista

¿Te gusta (ser soldado)? Le preguntan al niño. “Sí”, responde. ¿Por qué? Lo vuelven a cuestionar. “Para defender al pueblo”. ¿Necesita tu pueblo ser defendido? Y el niño de ocho años se queda pensativo, no encuentra las palabras para explicarlo y calla. Sin embargo, en su silencio y su rostro al reflexionar se traslucen la tristeza y la impotencia de no poder expresar lo que se vive en su comunidad.

Es uno de los veinte niños-soldados que en la montaña de Guerrero son entrenados para la guerra. Van de los seis a los 15 años, a los más pequeños les dan un palo para que simule una escopeta y a los más grandes, un arma de verdad. El entrenamiento de esos pequeños lo dispuso la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias y Pueblos Fundadores (CRAC) para que aprendan a defenderse y defender a los suyos.

 Pero más allá de engrosar las filas de las llamadas “autodefensas”, los niños educados para las armas en Guerrero son síntoma de lo podrido que hay en el País. A esos pequeños se les prepara para hacer frente al embate de los sicarios del crimen organizado que no combaten las autoridades y se les instruye para que sean el relevo generacional en la guerra no escrita, pero sí declarada y vigente.

 Entonces, la violencia va para largo, así lo perciben los integrantes de esas asambleas comunitarias de Guerrero que comenzaron a preparar a quienes pelearán después, cuando los que hoy están en la línea de fuego sean muertos. Son, pues, los niños de la guerra y son también la prueba del fracaso del Estado para garantizar seguridad a las poblaciones rurales y, sobre todo, un futuro a la niñez.

 Las imágenes difundidas esta semana sobre el entrenamiento de esos pequeños sobrecogen. Un niño no debe estar aprendiendo cómo portar un arma y cómo disparar, debe estar en la escuela aprendiendo sumas y restas, redacción, lectura y otras asignaturas que los preparen para vivir y no entrenarse para morir. Tan horroroso es la masacre de niños, como los LeBarón, como lo es el entrenamiento de los niños-soldados en Chilapa de Álvarez.

 Todo México está en guerra y en Chilapa hay uno de los frentes más mortíferos. Allí, llevan años asolados por el cártel de Los Ardillos, una escisión del cártel de los Beltrán Leyva, que ha sembrado la muerte y el luto en la Sierra guerrerense. El viernes de la semana pasada, Los Ardillos mataron y quemaron a 10 integrantes del grupo musical “Sensación” que no eran ni sicarios ni combatientes.

 El grupo criminal Los Ardillos fue fundado por Celso Ortega Rosas, quien heredó el mando a dos de sus siete hijos, Celso y Jorge Iván Ortega Jiménez. No obstante, la impunidad con la que operan no hubiera sido posible sin la complicidad con la política. Se habla mucho de la tolerancia del actual Gobierno estatal y de sus antecesores. La muestra de ese maridaje del crimen con la política es que un hermano de los capos, Bernardo Ortega, fue Alcalde de Quechultenango y actualmente es diputado local por el Distrito de Tixtla, abanderado por el Partido de la Revolución Democrática (PRD).

 A ese narcodiputado, como le llaman, lo han cuestionado sobre sus parientes Los Ardillos y éste ha dicho que no niega sus nexos familiares, pero que no tiene nada que ver con lo que hacen sus hermanos, que no lo pueden juzgar por eso, pues a la familia no se le escoge y además que lleva años sin verlos. Vaya, igual que la Fiscal de Veracruz, Verónica Hernández, cuando le preguntaron de su prima, Guadalupe Hernández, “La Jefa” del cártel de Los Zetas. La tuxtleca le copió la excusa al guerrerense palabra por palabra.

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