


México.- El 6 de noviembre, cuando anunció que la visita a China se recortaría, en Los Pinos comenzó a repetirse en voz alta la decisión a la que el presidente Enrique Peña Nieto y sus colaboradores más próximos habían llegado un días antes: el viaje no se suspendería bajo ninguna circunstancia, porque hacerlo significaría enviar al mundo la señal de que habían perdido el control del gobierno y que el país estaba hundido en una profunda crisis.
El país no está en llamas –dijo Peña—, una frase que replicarían después sus colaboradores. Cancelar el viaje, advirtió el Presidente, hubiera representado una señal de ingobernabilidad que bajo ninguna razón estaba dispuesto a presentar.
Por esos días, en la residencia oficial también se multiplicaban informes recibidos con cierto grado de alarma: en distintos estados, personal de gobierno había comenzado a no ser bienvenido por la población.
Se daba cuenta, de que en Tlapa, Guerrero, empleados de la Secretaría de Desarrollo Social habían sido obligados a salir a pie por senderos de fango, después de entregar dos vehículos oficiales en los que se transportaban. En Paracho, Michoacán, habían llovido piedras al final de una ceremonia en la que funcionarios del IMSS entregaron unidades médicas móviles. En otros municipios del mismo estado, el representante de Liconsa, a quien la gente llama con cariño “el señor de la leche”, fue invitado a dejar su cargamento y marcharse.
Las escenas de la puerta Mariana del Palacio Nacional en llamas y de Iguala transformado en una zona de guerra de autos y edificios gubernamentales incendiados, más la multiplicación de las muestras de repudio al gobierno federal, dieron forma a una estrategia que terminó de definirse cuando Peña cumplía el penúltimo día de su visita a China. Se pondría en marcha una campaña monumental por la paz, que involucraría mensajes del presidente Peña y del secretario de Gobernación y que se replicaría en actos de gobierno, diarios, radio y televisión.
Una vez aprobada por el círculo más próximo a Peña –Aurelio Nuño, jefe de la oficina de la Presidencia y el secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, las cabezas más visibles–, la estrategia comenzó a descender y ser compartida en el aparato de gobierno el martes 11 de noviembre. El anuncio de la campaña publicitaria por la paz estaba acompañado por una instrucción, una decisión a la que se había llegado tras días de consultas y debates internos.
El Ejército, la Policía Federal y las fuerzas del orden de los estados y ciudades gobernadas por el PRI, habían recibido la orden precisa de no intervenir en las marchas y protestas que se multiplican en el país, alrededor de la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa.
“Hagan lo que hagan, incendien o destruyan, la policía no va a intervenir –informó un alto consejero de la Presidencia la tarde del jueves 13 de noviembre, en la ciudad de México, a un grupo de funcionarios reunidos para conocer el anuncio.
No se hará –explicó el enviado de Los Pinos– salvo en una circunstancia: que en las marchas y protestas haya muertos, y entonces sea la sociedad civil la que pida al gobierno emplear a la fuerza pública.
Dijo que para el gobierno es urgente desactivar las protestas vinculadas a la desaparición de los normalistas y reposicionar las reformas estructurales de la administración peñista. Llegó a mencionar que se había tomado la decisión de entregar casas a los padres de los estudiantes desaparecidos.
El consejero de la Presidencia se despidió con una reconocimiento: los hechos de Ayotzinapa representan la mayor crisis institucional desde la matanza de estudiantes en Tlatelolco, en 1968.
Dos semanas antes de que la campaña del gobierno por la paz se hiciera visible, la indignación en las calles por la desaparición de los 43 normalistas comenzó a ascender como una fogata hasta alcanzar personajes y actos de gobierno.
En Paracho, Michoacán, el 28 de octubre, la directora de IMSS-Prospera, la doctora Frinné Azuara, debió huir del hospital regional donde encabezaba un acto, perseguida por un grupo de manifestantes cuando entregaba unidades médicas móviles.
“¡No los queremos aquí! Gritaron y lanzaron piedras a la comitiva de gobierno. “¡Fuera-fuera-fuera!”
El jueves 6 de noviembre, en Alcozauca, Tlapa de comonfort, Guerrero, Rosario Robles, secretaria de Desarrollo Social, supo que algo no estaba bien tan pronto llegó a un acto de entrega de apoyos de programas sociales: los asistentes, alrededor de 700 personas, no la recibieron con aplausos y gritos de júbilo, como suele suceder. La mayoría de asistentes, que había llegado trasladada en autobuses del gobierno estatal –acarreados, se les llama–, se mostró hostil. Sus rostros eran tan duros que al personal de prensa de la dependencia le costó trabajo encontrar un par de fotografías de personas sonrientes, escuchando a la secretaria.
Robles se fue del evento sin que nada sucediera, pero el personal de tierra de la Sedesol no tuvo la misma suerte: los asistentes les cerraron el paso cuando estaban listos para salir y les pidieron entregar dos camionetas oficiales con las insignias de la secretaría en las puertas. Los hicieron volver a pie.
Una semana después, en la aeropista de Santa Cruz, Huamixtitlán, en la montaña guerrerense, Robles encontró más que caras largas. Iba acompañada por el gobernador Rogelio Ortega, la doctora Azuara, que días antes había escapado a una lluvia de rocas en Paracho, y Nuvia Mayorga, directora de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas. Era un acto de entrega de nueve unidades médicas móviles. Había unas 80 personas en el público, sentadas en sillas azules de plástico, a unos pasos de donde se desplegaba una manta con una leyenda: En Guerrero nos une la paz. La frase, en fondo blanco, estaba compañada por una paloma.
“El compromiso de todos es luchar por la paz para que surja un nuevo Guerrero”, dijo Robles en el discurso que pronunció. Todo parecía transcurrir con normalidad, hasta que en la comitiva varios asistentes dieron la voz de alarma:
–Córranle, que ahí vienen los normalistas.
Robles se apresuró a entregar tres llaves y todos se marcharon a prisa abordo de camionetas. Cerca, ya se escuchaban los gritos de los manifestantes. La secretaria llegó a una pista cercana y trepó a un helicóptero. Robles, el gobernador, la doctora Azuara y Mayorga pudieron escapar.
La comitiva se trasladó a Zihuatanejo para celebrar un acto de entrega de apoyos a beneficiarios de Sedesol. Se trata de ceremonias que suelen realizarse en canchas de básquetbol y las plazas de los pueblos. Esta vez no fue así: el acto se llevó a cabo dentro de la base naval de Zihuatanejo.
Hasta ahí llegó otro grupo de manifestantes. Dentro, resguardados por marinos, Robles y Ortega podían escuchar las consignas. Fuera, los manifestantes exigían al gobernador entregarles a la secretaria de Desarrollo Social. Amenazaban con retenerla hasta que se aclarara la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa.
En China, entrevistado por el periodista Roberto Zamarripa, el presidente Peña había dicho un día antes que lo más importante eran los padres de los normalistas “y que disminuya la violencia. No se puede –advirtió– reclamar con más violencia.
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