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El tío Felipe

Superiberia

POR: CATÓN / Columnista

Quise mucho al tío Felipe. De él decía mi papá, su primo hermano: “Es un vivalavirgen”. Con eso quería significar que era un espíritu ligero. Tenía muchos oficios, y ninguno.

Era comerciante y comisionista –al menos eso decía su tarjeta de presentación-, pero de pronto aparecía como empresario de espectáculos, y luego como tenedor de acciones de una mina, y después como editor de “La Voz de la Verdad”, periódico jocoserio y de combate.

Veinte años mayor que yo, me trataba como si fuéramos de la misma edad. Su vida era una novela de aventuras. Viajando de aventón había llegado hasta Buenos Aires por el Sur y hasta Nueva York por el Norte. En la Ciudad de México una famosa poetisa que tenía marido rico se enamoró de él –era guapo; se parecía a John Garfield- y le puso un departamento.

En Los Ángeles boxeó como amateur, por hambre, y en Las Vegas, a donde fue con la esperanza de obtener un trabajo de croupier, terminó vendiendo biblias en la calle. Eso sí: matizaba sus relatos con una advertencia: “A mí créeme la mitad de lo que te digo; a los curas la tercera parte, y a los políticos nada”.

Fumaba y bebía, pero nunca me permitió hacer ni una cosa ni la otra en su presencia. Eso sí: apenas tuve mi cartilla de conscripto empezó a llevarme con él a las funciones de medianoche que daba el Teatro Obrero, donde se exhibían películas prohibidas por la moral cristiana: “La torre de Nesle”, “Las tentadoras”, “Noches rojas”, cuando la numerosa concurrencia estuvo a punto de destruir el cine porque pese a su título, que tanto prometía, esa película francesa resultó ser la historia de un grupo de estudiantes comunistas que se juntaban por la noche a leer las obras de Marx y Engels.

Cuando salíamos del cine después de ver una de aquellas películas mi tío tomaba un taxi y me decía: “Voy a la zona con las muchachas. Tú ve a tu casa a ver qué haces”. El tío Felipe era viudo. Casó muy joven, y su esposa murió pronto al dar a luz su primer hijo. Nunca volvió a tomar estado, pese a la insistencia de su madre y sus hermanas. Les decía: “A cualquiera con la que me case la compararé con ella, y eso no será justo para ninguna de las dos”. A mí me dijo: “La quise tanto que no puede haber otra”.

Una vez, entrado en copas, me habló de su noche de bodas. “Cuando nos vimos solos en el cuarto la besé como nunca y le toqué los senos. De novios nunca me lo permitió. De pronto me pidió que saliera de la habitación ‘un momentito’. Salí al pasillo y encendí un cigarro. Recuerdo que batallé para prenderlo: estaba temblando de deseo. Tenía 20 años ¿te imaginas? Oí que me llamaba y regresé.

Estaba acostada de espaldas en la cama. Me dijo, solemne: ‘Aquí me tienes, dispuesta a cumplir mi obligación de esposa’. Pensé que estas palabras se las había dictado su mamá. Adiviné que estaba ya desnuda, pero la cubría una sábana que después supe se llamaba “la sábana santa”.

Ella misma la había bordado con símbolos de la pureza: las azucenas de la Virgen; los nardos de San José. En ese tiempo las esposas debían usar aquella sábana por motivos de religión, para que el uso del matrimonio –así se decía- no se volviera pecaminoso por el contacto de los cuerpos de los esposos.

El tal lienzo tenía un orificio a través del cual se cumplía el uso del matrimonio. ¿Te imaginas?”. Me quedé estupefacto al oír esa narración. Le pregunté: “¿Y luego?”. Me respondió: “Al minuto los dos hicimos a un lado la sábana santa”.

Se quedó pensativo, y en seguida me dijo: “¿Crees que pueda haber un recuerdo que al mismo tiempo te haga reír y llorar? Yo tengo ese recuerdo”. Y sonrió, triste… Así sonrío yo al recordar este día al tío Felipe… FIN.

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