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Europa en crisis

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El continente europeo ha sido capaz de lo mejor y de lo peor: el motor de la libertad, el desarrollo y los derechos humanos, el arte y el pensamiento, pero también el único continente que conquistó, subyugó y explotó a todos los demás; cuna de la democracia parlamentaria y de la división de poderes, y a la vez de los peores totalitarismos de la historia, que hace apenas setenta años se propusieron exterminar a una raza y casi lo consiguen.

Después de la Segunda Guerra Mundial, sin embargo, Europa ha sido el modelo de sociedad humana más avanzado del mundo. Los europeos hemos sido capaces de construir a partir de 1950 una sociedad de naciones, llamada Unión Europea, que a través de sucesivos tratados ha ido construyendo, primero, un espacio común de libre comercio, y luego de libre circulación de personas, y una unión política con niveles de transparencia, eficiencia en la gestión y justicia social incomparables.

Ese modelo está en crisis, y el edificio europeo presenta hoy algunas grietas crecientes que amenazan derribarlo. La primera fractura divide transversalmente el continente entre los socios del norte y los del sur. La crisis económica mundial, que es una crisis del sistema capitalista por la que los estados más desarrollados no pueden competir con los estados emergentes, ha obligado a ajustes radicales del presupuesto y del déficit de los gobiernos, prueba de la que el norte de Europa ha salido airosa, quedándose por el contrario Portugal, España, Italia, Grecia, Chipre e Irlanda en evidente rezago, sin poder seguir el paso de sus vecinos, y amenazando con hacer colapsar el euro.

En tales condiciones, la crisis ha pasado seguidamente factura a los más débiles, los recién llegados, deteniendo el avance de la integración europea y originando otra fractura este-oeste, a consecuencia de la cual algunos nuevos miembros -Bulgaria, Rumanía- están a punto de quedar descolgados, y otros -Gran Bretaña, y crecientemente Escandinavia- parecen tentados de marcharse.

Finalmente, la más grave, la grieta social, la desigualdad entre ricos y pobres, no deja de crecer, y nadie acierta a remediarlo. El estado del bienestar se esfuma: la protección social a los más desfavorecidos, las pensiones, las prestaciones de desempleo, la sanidad, la educación y los demás servicios públicos, están retrocediendo a niveles de hace más de tres décadas, según los expertos.

Así, no es de extrañar que los portugueses se manifiesten masivamente contra las instituciones comunitarias de Bruselas al grito de “que le den a la troika”; que en Grecia los grupos de ultraderecha estén experimentando un crecimiento alarmante; que en Italia, más de la mitad de los votantes hayan preferido apoyar a un candidato antisistema o a Berlusconi, antes que votar al tecnócrata Mario Monti, favorito de los mercados pero barrido por las urnas; o que en España, sacudida a diario por los escándalos políticos, la corrupción acabe de escalar al segundo puesto de preocupación de los ciudadanos, sólo por detrás del desempleo.

En 1966, la ONU dividió los derechos humanos en dos categorías, de las que nacieron los dos grandes Convenios en la materia: el Pacto de Derechos Civiles y Políticos, y el Pacto de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, cada uno de ellos auspiciado respectivamente por una de las dos superpotencias de la época, Estados Unidos y la Unión Soviética. Entonces, en plena guerra fría, sólo la Comunidad Europea le apostó a los dos Convenios. Hoy sabemos que aquella distinción era una falacia: que los seres humanos tienen derecho a una vida digna, y necesitan tanto libertades civiles como educación, salud o vivienda, y que los estados tienen la obligación de garantizar a los ciudadanos el disfrute de todos esos derechos, porque esa es la esencia del contrato social que construye los estados democráticos.

Europa no saldrá de la crisis traicionándose a sí misma y a los valores políticos sobre los que se fundó. Es imprescindible recortar el déficit y devolver la confianza a los mercados, pero no al precio de destruir el tejido social que constituye su razón de ser, la solidaridad que hizo de ella un referente global de progreso, convivencia, democracia y bienestar.

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