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Funcionarios inmorales

Superiberia

 Por: Catón  / columnista

Tú, lector mío varón, puedes jugarle a un amigo la siguiente broma. Pregúntale: “¿Sabes lo que dice una mujer que ha quedado satisfecha después de que su galán le hizo el amor tres veces seguidas?”. Tu amigo seguramente responderá que no lo sabe. Entonces tú le dirás con simulado asombro: “¿Qué nunca te han dicho eso?”… Cursé el bachillerato en las insignes aulas del Ateneo Fuente, gloriosa institución de mi natal Saltillo. Dos años asistí a clases con mis compañeros, desde los primeros días de septiembre hasta los últimos de junio; en horario de las 8 de la mañana a las 12 del mediodía, y luego de las 2 a las 5 de la tarde. Los sábados debíamos ir también, aunque nada más por la mañana, lo cual agradecíamos mucho. Aprendimos ahí Historia Universal en los ilustrativos textos de A. Malet, y de México, en el de Alfonso Toro. Conocimos los deleites de la Literatura Española e Hispanoamericana guiados por Memo Meléndez, maestro amigo, amigo maestro, que nos hizo aprender de memoria la Suave Patria y los consejos que dio don Quijote a Sancho Panza antes que fuese a gobernar la ínsula, con otras cosas bien consideradas. Estudiamos lengua inglesa con Paquita Ramírez, que poseía el asombroso don de adivinar desde el primer día del curso quién lo iba a aprobar y quién saldría reprobado. Nos iba señalando uno a uno al tiempo que decía: “Tonto. Listo. Listo. Tonto. Tonto. Tonto. Listo. Tonto…”. A mí me calificó de listo. ¡Cómo se equivocan a veces los maestros! El francés lo aprendimos de labios de María Romana Herrera, bellísima muchacha que casi tenía la edad de nosotros sus alumnos. Todos estábamos enamorados de ella. Una y otra vez le pedíamos que nos dijera cómo se pronuncia la u francesa, sólo para verla alargar la boquita como en invitación al beso. (Por eso digo que el francés lo aprendimos de sus labios). Del sabio profesor Ildefonso Villarello Vélez recibimos las primeras nociones del latín y el griego. Ni tan primeras: cuando me inscribí para estudiar Letras Clásicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, el catedrático de latín, don Rafael Salinas, puso una frase latina en el pizarrón y preguntó si alguien la podía traducir y analizar. Fui el único que levantó la mano, y sin dificultad cumplí el encargo. Don Rafael quiso saber en qué seminario había estado. “En ninguno, maestro –respondí-. Vengo del Ateneo Fuente, de Saltillo”. Dijo: “Con razón”. Luego me comentó que la frase que había puesto correspondía al tercer curso de latín en la Universidad. Digo todo esto porque veo anuncios de “escuelas” que ofrecen cosas como ésta: “Termina tu Prepa en 6 meses. Clases únicamente los sábados. Te garantizamos tu certificado con sólo que tengas el 80 por ciento de asistencias”. Lo peor de todo es que tales instituciones fraudulentas pueden hacer negocio merced a autorizaciones extendidas por funcionarios inmorales. ¿No habrá quien ponga freno a esos mercaderes de la educación?… Sonó el teléfono en la oficina del papá de Pepito. Era el chiquillo quien llamaba. “¿A dónde hablo?” –preguntó. El señor reconoció la voz de su hijo y respondió jugando: “A la oficina del hombre más inteligente, más guapo y más simpático del mundo”. Tras una pausa dijo Pepito: “Perdone. Número equivocado”… El marido le comentó a su mujer: “Necesito cambiar de coche, pero no tengo dinero”. “Yo sí tengo” –declaró ella. Y le entregó una bolsa llena de billetes con la cantidad suficiente para comprar el automóvil. Le explicó a su esposo: “Cada vez que me hacías el amor yo ponía mil pesos en la bolsa”. “¡Carajo! –profirió el sujeto-. ¡De haberlo sabido antes habría hecho en ti todos mis depósitos!”… FIN.

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