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Lo imperdonable

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El 17 de octubre pasado, Margarita Santizo se despidió (desde su féretro) frente a la Secretaría de Gobernación. Murió porque perdió la batalla contra el cáncer. Pero murió también, quizá, por desasosiego: sin saber en dónde está su hijo o qué sucedió con él. La última vez que lo vio fue el 3 de diciembre de 2009, cuando gobernaba Leonel Godoy el estado y Felipe Calderón la República. Esta pobre madre, Margarita, pasó casi cinco años, con todos sus días y todas sus noches, sin saber nada de Esteban, quien era policía federal en el municipio de Lázaro Cárdenas, Michoacán. Murió con esperanza, a la espera de un milagro. Quizá Margarita se habría ido mucho más en paz sabiendo qué pasó con su hijo, incluso si la certeza hubiera sido la de la muerte misma. Pero vivió esos cinco años en el más terrible de los mundos: el de la incertidumbre. Sin saberlo vivo, sin saberlo muerto. Sin poder abrazarlo nuevamente, pero también sin tener, al menos, un ritual para despedirse, un lugar para recordarlo, una certeza para elaborar su duelo… Y como ella, tantas otras madres, padres, hermanos, hijos, en tantos estados que han sido alcanzados, secuestrados y sometidos por el crimen organizado.

Por eso mismo alcanzo a entender (aunque no concibo cómo) que las familias de los estudiantes logren sobrevivir los tantos días con sus tantas noches. Treinta y cinco, hoy, para ser exactos. Irse a la cama para intentar siquiera cerrar los ojos, descansar un poco, aunque sea imposible. ¿Cómo se deja de pensar en un ser querido de quien desconoces su suerte, su paradero? Cómo hacerlo cuando, además, la coyuntura, pinta para varias posibilidades, casi todas terribles. La única y a la que aspiramos todos, si bien la lógica indicaría que es una probabilidad casi inexistente, es que estos 43 jóvenes se encuentren vivos.

Tan atroz fue escuchar al padre Alejandro Solalinde cuando afirmó saber qué sucedió. Tan atroz también, aunque igual esperanzador, escucharlo disculparse. Tan atroz saber de las declaraciones de los policías de Iguala, de Cocula y de los líderes de Guerreros Unidos, respecto a la orden de asesinato contra los normalistas, como el permanente desmentido de las pruebas forenses sobre los más de 200 cuerpos hasta ahora encontrados. Atroz, la incertidumbre que simplemente no termina. Y atroces, también, las irresponsables declaraciones del gobernador interino de Guerrero, Rogelio Ortega, quien  le decía a mi colega Adela Micha, que había indicios de que los estudiantes se encontraban aún con vida. Resurge la esperanza como maremoto. Pero sólo durante unas horas. Para el mediodía, el mismo gobernador se corregía a sí mismo la plana y declaraba que “debíamos estar preparados para esperar cualquier final”.

¿Por qué incapacidad, ya no digamos política, sino estrictamente humana y racional, una autoridad se atrevería a declarar primero algo tan esperanzador sin contar con sustento alguno en la realidad, para desdecirse seis horas después? Más que un acto de irresponsabilidad, es un acto de crueldad imperdonable. Para con las familias, para con la sociedad guerrerense. Para con todos los mexicanos.

Y más vale que el gobernador Ortega y el presidente Enrique Peña Nieto y todo su equipo, piensen en un escenario todavía más complicado que el de la incertidumbre misma: el de la certidumbre sin pruebas. Pienso en el caso del Heaven y las familias que ni siquiera están seguras de que les hayan entregado los cuerpos correctos, o en la tragedia del 9-11 en Nueva York, tras la cual tantas familias suplicaron al gobierno continuar sus búsquedas así fuera para encontrar al menos una mano, un pie, un lo que fuera para poder realizar esa liturgia del adiós, esa necesaria despedida. Doce años y hoy varias familias sólo tienen el memorial que se construyó en la Zona Cero, donde pueden leer el nombre de su ser querido…

Y en el caso de Iguala, aunque la pérdida de un hijo en estas condiciones sería en sí misma una realidad abrumadora, imperdonable sería que la incerteza se convierta en la eterna compañera de esas 43 familias… Que los alcance primero la muerte que la certidumbre, como a Margarita Santizo, que sólo pudo despedirse con su propia despedida.

Me cuentan. Que en los muchos despachos en los que tampoco se pega el ojo, lo que ahorita más preocupa es qué tan conveniente es seguir investigando una de las razones confesadas por Sidronio: la de los nexos con Los Rojos…

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