


No puedo identificar un comentario o una columna de estos últimos días, que no exprese la indignación, el asco y el dolor ante la barbarie de lo vivido por los 43 jóvenes de Ayotzinapa.
Me cuesta trabajo identificar algún discurso presidencial en el cual no se hayan condenado los actos y se prometa que no habrá impunidad.
Es suficiente de censuras. Los hechos ya fueron reprobados hasta el hastío, pero no han sido castigados los responsables.
Ni si quiera existe, hasta el día de hoy, un móvil creíble para esta matanza absurda.
¿Es real que debemos creer que se ordenó la muerte de 43 seres humanos porque le iban a echar a perder la fiesta a una señora copetona, delincuente y fatua que daría un informe, evidentemente plagado de mentiras e idioteces?
El luto es necesario. No sólo por los 43 jóvenes, sino por la muerte de una parte de este país.
Se nos murió ya el México de la tranquilidad, el que renacería por las reformas estructurales, el que venía después de los desatinos
panistas.
Se nos murió el México en el que se podía salir con tranquilidad, agarrar carretera y llegar a uno de los mejores destinos turísticos del mundo: Acapulco.
Ese México en donde los niños podían organizar un desfile por la calles con alegría y no terminar aullando de miedo por estar en medio de una balacera.
Se nos murió la ilusión que construíamos con mentiras de un México moderno y próspero.
No importa cuánto lo repitan, gobernantes y políticos.
No importa cuántas veces digan el mantra de que todo va bien, la inversión, el turismo, la seguridad.
Entre más sigamos engañando al enfermo, más doloroso será el tratamiento y más difícil la cura.
El asesinato de estos jóvenes desnuda cuatro hechos claros:
1. La llegada del crimen organizado al gobierno.
2. La ineptitud de nuestros gobernantes para proporcionarnos seguridad.
3. El claro deterioro y podredumbre del tejido social, combinado con una pasividad que espanta.
4. El oportunismo de ciertos grupos políticos y sociales para hacer de esta tragedia un patrimonio y permitirse la comisión de delitos inadmisibles.
Pero no nos estacionemos en el luto, tenemos un país entero que revivir y recobrar. No caigamos en el peligro de autocompadecernos y nos perdamos en la depresión colectiva.
Que pese al dolor de estos 43 jóvenes, aún nos quedan otros 117 millones de hijos de familia por los cuales seguir de pie.
Recuerdo con precisión la seriedad con la cual el general Ricardo Clemente Vega García, en su oficina de la Secretaría de la Defensa Nacional, me contaba que la peor afrenta que había recibido como miembro de las Fuerzas Armadas había sido cuando un grupo, que se decía identificado con la dirigencia del movimiento, había bajado la Bandera Nacional del asta del zócalo y en su lugar izado una blanca y roja de huelga.
Quiero imaginar el sentimiento del oficial responsable de resguardar Palacio Nacional al ver en llamas la puerta central de este inmueble patrimonio de todos los mexicanos.
Me queda claro que el Ejército está enfrentando una situación muy delicada por los hechos en los que asesinaron a 22 presuntos responsables en Tlatlaya, Estado de México.
Pero no pocos analistas, estarán de acuerdo conmigo en decir que el riesgo que se corría era precisamente ese, al sacar a la tropa a la calle, a darse de balazos con los malos.
Que el Ejército actuara con crueldad, antes de ocupar un papel que no les corresponde, de policías y sin un marco normativo que ampare su actuación.
Esto de ninguna manera justifica los hechos que, una vez que baje el caso Ayotzinapa, tomarán dimensiones escandalosas.
No obstante que nunca se vulneró la seguridad del Presidente, que evidentemente no se encontraba en su oficina, pues de forma inexplicable e imprudente decidió continuar con su gira por Asia, en uno de los momentos más difíciles en la historia moderna del país.
Lo que vimos el sábado es el verdadero peligro que corremos ante los indignantes actos que narró Jesus Murilo Karam, procurador General de la República.
Infiltrados, que fueron además increpados desde el audio de los verdaderos manifestantes, que se aprovechan del inenarrable dolor, para tomar posiciones políticas, para sembrar el caos y desconcierto.
Es la total y absoluta ausencia de conciencia y madre.
Escuchar la narración de lo que sucedió, si es que así sucedió, hiela la sangre. ¿En dónde carajo vivimos?
¿ En la Uganda de Idi Amin, en el Zimbabue de Robert Mugabe?
En dónde puede arder una pira funeraria por 15 horas y nadie que pregunte qué demonios es lo que
se quema.
¿Nadie pudo detectar el olor a carne calcinada? La policía municipal, la estatal, la federal. El Ejército, la Marina, nadie sabe, nadie supo. Eran los cuerpos de 43 jóvenes.
Que fueron transportados como animales, que sellaron su destino, en el desgobierno de Aguirre y el absolutismo de Abarca y su mandamás, la señora Pineda.
El incendiar la puerta de un patrimonio de todos los mexicanos es un acto de barbarie; incendiar el Metrobús y su estación lo es.
Si se pudiera resarcir o llegar a la justicia por quemar cosas, yo mismo acompañaba a estos barbajanes a quemar todo el Metro de la Ciudad de México y cuanto edificio se nos ponga enfrente. Es evidente que la comisión de delitos no resuelve otros peores.
La pasividad y “prudencia” de la autoridad sí genera la impunidad que permitió la muerte de los
jóvenes.
El New York Times dio a conocer en un artículo, lo que ya sabemos en México: que esas normales rurales son centros de adiestramiento para militantes de izquierda, y que en su momento pueden ser muy
radicales.
No se descubre el hilo negro, pero entonces creo que si esto es del conocimiento de la autoridad, también debe serlo de la ciudadanía.
Y si el pacto político de este país permite que funcionen de esta manera las normales rurales en algunos estados, se debe asumir que los maestros egresados de estos centros esparcirán en el mismo sentido sus conocimientos.
No lo juzgo, pero en este juego de aparentar el desconocimiento se dan las grandes tragedias.
Reitero: esto no da derecho a nadie de asesinar a 43 jóvenes que actuaban en función de sus ideales, que quede claro.
La coyuntura es nítida: para recobrar el rumbo es evidente sacrificar alfiles por parte del Presidente, los cansados, los que no dan resultados, los amigos que no dan el ancho.
EN EL ESTRIBO. Como instrumento importante para acercar a los ciudadanos a las decisiones fundamentales del país, creo que es evidente el fracaso de la Ley de Consulta Popular, pues la Suprema Corte de la Nación rechazó las propuestas de los tres principales institutos
políticos.
Manlio Fabio Beltrones, coordinador de los diputados del PRI, ha hecho un llamado al Congreso para perfeccionar este instrumento y evitar futuras interpretaciones personales de los ministros de la Corte y dejar bien claros los criterios en los cuales procede; de otra forma la SCJN se convertirá en una burla para los ciudadanos.


