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Plaza de almas

Superiberia

Por: CATÓN / columnista

¿Sabe usted, señor licenciado, lo que es una notomía? Yo nunca había oído esa palabra. La escuché por primera vez en la cocina de la casa del Potrero, una noche en que la sobremesa de la cena se alargó. Entonces, claro, no había televisión ni radio, y lo único que teníamos en el rancho para entretenernos era la conversación, más la baraja de jugar brisca o conquián. Cuando la plática se ponía sabrosa nadie jugaba ni se iba a dormir. Los hombres bebían a tragos lentos su mezcal; las mujeres tomaban té de menta o yerbanís. No había luz eléctrica; nos alumbrábamos con las llamas del fogón, más una lámpara de petróleo, de ésas con tubo de vidrio y resplandor de lámina. El otro día vi una en un bazar de antigüedades, y haga usted de cuenta que volví a oír a doña Cris decir aquella palabra: notomía. Por ese tiempo doña Cris –Crispina, se llamaba, no Cristina como creía la gente- era ya muy viejecita, la persona mayor del Potrero. La noche que digo contó la historia de un pastor al que se le perdió una chiva a medio Coahuilón, el monte más alto de la Sierra. Buscando al animalito dio con una cueva cuya entrada jamás había visto, pues la cubrían unas piedras. Entró. ‘Y lo primero que vio –dijo la narradora en tono de misterio- fue una notomía’. Yo soy gente de la ciudad, señor. Pensé que ése era un modo de decir ranchero, pues todos lo entendieron menos yo. Después, ya en mi cuarto, apunté la palabra en mi libreta. Siempre he tenido afición a las palabras. Con ellas sustituyo a los hechos, que nunca se me han dado bien. Cuando regresé a Saltillo busqué “notomía” en el diccionario. ¿Imagina usted mi sorpresa cuando hallé la palabra así, tal cual? El vocablo es arcaísmo. Significa anatomía y, por extensión, esqueleto. Lo que vio aquel pastor en la cueva fue un esqueleto humano. A nadie dio cuenta de su hallazgo, dijo doña Crispina, pues la presencia de huesos de cristiano en algún sitio era señal de que ahí había una relación, o sea un tesoro oculto. Por la noche volvió al lugar con un talache, un pico y una pala, y los siguientes días los dedicó a cavar por todo el piso de la cueva. Un mes después, con extrañeza general, vendió sus chivas muy baratas –‘a precio vil’, se dijo- y desapareció del rancho. Pasado un tiempo alguien contó que lo había visto en Monterrey, trajeado y en compañía de una mujer muy guapa y elegante. ¿Pasa usted a creer, señor licenciado? A lo mejor todo esto es fantasía, pero igual puede ser cierto. Cosas que parecen mentira son verdad, y a la inversa, como se dice en el Potrero. Sobre esa historia he imaginado otras. Un capitán de bandidos llevó ahí su botín. Se hizo acompañar de uno de sus hombres, a fin de que cavara el pozo, y luego lo mató para que nadie supiera dónde estaba el tesoro. O un avaro llevó ahí su cofre lleno de monedas, y cuando acabó de enterrarlo sufrió un ataque al corazón y quedó muerto ahí mismo. Inútilmente lo buscaron, y luego fue olvidado. También pensé en un cura rico que vivió en la hacienda en tiempo de los españoles. Lo asesinaron, y quienes le dieron muerte lo dejaron ahí con su riqueza, y luego no pudieron ya volver a recogerla. Quién sabe. Ahora todos los personajes de la historia, reales o imaginarios, están muertos, y muertos están también los que oyeron a doña Cris contarla aquella noche. Todos se fueron; solamente yo sigo aquí. Cuando escuché el relato tenía 20 años. Ahora paso de 80. Y de aquello sólo guardo una palabra: notomía, que además ya desapareció. Apúntela, señor licenciado, antes de que desaparezcamos también usted y yo”…FIN.

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