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“¡Qué bien cantas, Melbina!”

Superiberia

Por: CATÓN / columnista

“Y eso que tengo laringitis”. “¡Qué bien bailas, Melbina!”. “Y eso que tengo pies planos”.

“¡Qué bien haces el amor, Melbina!”. “Y eso que tengo herpes”…

El doctor Ken Hosanna salió de cacería muy temprano un domingo por la madrugada.

En las afueras de la población se topó con don Arsilio, el cura párroco del pueblo, que se dirigía a oficiar la misma de alba. “¡Dichosos los ojos, médico! –le dijo el presbítero al facultativo-. ¿Tan temprano, y ya va usted a ver a sus pacientes?”. “No voy a eso –se amoscó el galeno-. Voy de cacería. ¿Acaso no ve usted el rifle?”.

“Lo veo –replicó el buen sacerdote-, pero pensé que lo traía por si le fallaban los recursos de la ciencia”… El gendarme del barrio se hallaba en su esquina de costumbre cuando junto a él pasó Pepito corriendo a todo correr.

Tras él corría don Sinople, señor de buena sociedad, que perseguía hecho una furia al muchachillo al tiempo que esgrimía amenazante su bastón de junco con puño de marfil en forma de toisón y le gritaba sonoras maldiciones: “¡Truhán! ¡Malandrín! ¡Pícaro! ¡Bribón! ¡Bellaco! ¡Perillán!”.

El policía le preguntó al señor echando a correr a la par de él: “¿Qué le sucede, don Sinople? ¿Por qué persigue así a ese chamaco?”.

Respondió el empingorotado caballero: “Me preguntó la hora, y cuando le dije que faltaban 10 minutos para las 10 me dijo: ‘A las 10 en punto vaya usted a tiznar a su mamá’.

No puedo tolerar una ofensa de tamaña gravedad, ni siquiera viniendo de un muchacho. Ha de saber usted que mi señora madre fue doña Recesvinda Gules, hija de un grande de España. Casó con el Marqués Otte, inglés, pariente en octogésimo segundo grado del rey Jorge, y vivió con él en Bombay hasta su muerte, causada por un trompazo de elefante.

De regreso en España casó en segundas nupcias con mi padre, coronel de artillería en la Brigada Carmen Franco.

¿Piensa usted, señor jenízaro, que viniendo de tan ilustre origen puedo yo dejar sin castigo la ofensa inferida por ese insolente cebollino a la memoria de mi progenitora?”.

Todo eso lo dijo don Sinople sin dejar de correr ni de esgrimir, amenazante, su bastón de junco con puño de marfil en forma de toisón.

El gendarme, que seguía corriendo junto a él sin perder paso, le preguntó: “¿Qué fue lo que le dijo el muchachillo?”. “Se lo repito –contestó el señor-. Me preguntó la hora. Yo saqué mi reloj de bolsillo, regalo de primera comunión de mi padrino, el Conde Naddo-Alhorca, dueño de grandes extensiones de olivares y el mayor envasador de aceitunas tetudas en Andalucía.

Le informé al chico: ‘Faltan 10 minutos para las 10’. Y él me respondió: ‘A las 10 en punto vaya usted a tiznar a su mamá’. Por eso corro tras él gritándole sonoras maldiciones y esgrimiendo amenazante mi bastón de junco con puño de marfil en forma de toisón”.

Sin dejar de correr junto al señor le dijo el gendarme: “Y ¿para qué se apresura usted, don Sinople? Todavía faltan 9 minutos para las 10”… Don Ultimio pasó a mejor vida. Muy bien lo dijo Borges: “Morir es una costumbre que sabe tener la gente”.

Poco después falleció también su cónyuge, doña Paciana, con quien el señor había vivido 60 largos años.

Sucedió que la mujer entró en el Cielo, y lo primero que vio fue a su marido, rodeado de bellas almas de mujer a las que entretenía con su ingeniosa charla.

Doña Paciana fue hacia él corriendo, los brazos abiertos y la expresión sonriente. “¡Esposo mío! –le dijo jubilosa-. ¡Qué bueno que te encuentro! ¡Ahora podremos vivir juntos toda la eternidad!”. “¡Ah no! –rechazó con energía don Ultimio-. ¡Yo dije nada más: ‘Hasta que la muerte nos separe’!”… FIN.

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