


El Buen Tono
Córdoba, Ver. – El caso de Yuli, la joven de 17 años que denunció abuso sexual por parte del sacerdote Mario “N”, no solo revela un delito, sino la omisión de las diócesis de Córdoba y Orizaba. Mientras la Diócesis de Veracruz fijó postura pública contra los abusos, las otras guardan silencio, escudándose en excusas que solo fortalecen la impunidad, como alegar estar fuera de su jurisdicción.
Los obispos Eduardo Carmona Ortega (Córdoba) y Eduardo Cervantes (Orizaba) se indignan más porque se les exhibe como omisos que por el hecho de que un sacerdote de su iglesia está vinculado a proceso por pederastia agravada y recluido en el penal de La Toma. Su actitud contradice los discursos de “protección a menores” y “amor al prójimo”.
Ese silencio no es prudencia, es una estrategia de encubrimiento. Y mientras callan, sectores de la feligresía difaman a la víctima, llamándola “endemoniada” o poniendo en duda su testimonio, aun cuando existen pruebas judiciales. Se repite el mismo patrón de protección al agresor y revictimización de quien denuncia.
La Diócesis de Veracruz, aunque tardía, dio al menos un pronunciamiento. Córdoba y Orizaba prefirieron el mutis, y esa omisión no es neutralidad: es complicidad.
La crisis de la Iglesia mexicana no está solo en los sacerdotes acusados, sino en los jerarcas que, por cálculo político, eligen callar. Ese silencio los coloca del lado del agresor. Cuando se guarda silencio ante el dolor de las víctimas, no es fe, es encubrimiento.


