


Esta será una semana importante, sin duda. Como en una partida de ajedrez bien estructurada, los jugadores han ido acomodando sus piezas, obteniendo pequeñas victorias, sacrificando alfiles, hasta tener sobre el tablero el panorama que hoy contemplamos.
La tensión se ha ido elevando.
El crimen cometido por el alcalde de Iguala se convirtió en un asunto que cuestionó al Estado mismo, acorralándolo y dejándolo ver descompuesto, desencajado, por primera vez en lo que va de una administración aún joven.
La falta de resultados en la localización de los desaparecidos suscitó una cada vez más creciente atención internacional y la respuesta contundente ha tardado en llegar de manos de un gobierno que parecía tener una capacidad de comunicación no vista en, al menos, los últimos dos sexenios.
Ante tal situación, la salida más clara parecía ser, como consignamos en su momento en estas mismas páginas, la del combate frontal a la corrupción.
Era lógico: la única bandera que podría unir al país entero para aprender a vivir después de los desaparecidos, y sus explicaciones improbables, era la de al menos detener a los culpables.
Los acontecimientos posteriores así lo apuntaban, como la iniciativa del PAN, algunas declaraciones del Presidente mismo y, lo que es más significativo como señal de las acciones por tomarse, la inesperada decisión de cancelar una de las licitaciones más importantes del sexenio, justo antes del viaje a China. Mucha tinta ha corrido ya sobre la pertinencia del viaje, pero los barruntos sobre la nueva estrategia en torno al combate a la corrupción, y la detención de Abarca unos días antes de emprenderlo —con toda la información que pudiera proveer—, hicieron presumir en su momento una reacción contundente, de un gobierno que se enorgullece de ser ante todo eficaz, y que, sin embargo,
nunca llegó.
No deja de extrañar la aparente parálisis del gobierno en el momento de mayor compromiso: está actuando como el boxeador que, ante las cuerdas, recibe golpes y esconde la cara en vez de girar un poco y tomar la ofensiva.
Lo que no tomamos en cuenta es que, justo al comenzar la gira por China y Australia, cuando además contaría con los micrófonos internacionales necesarios para hacer el anuncio espectacular de algún logro en contra de la corrupción, el titular del Ejecutivo recibió el golpe certero de un obús que estaba dirigido justo a la línea de flotación del navío con el que podía remontar las aguas turbulentas en las que sus adversarios se cebaban: ¿cómo poder emprender una cruzada nacional en contra de la corrupción cuando él y su familia eran los primeros acusados?.
¿Con qué autoridad moral podría señalar a cualquier persona sin aclarar antes los detalles de la ahora llamada Casa Blanca?
Ese fue el primer golpe inesperado, doloroso, desconcertante. Y la situación ha escalado no sólo por la inquina de sus adversarios, sino porque el de la corrupción, la desigualdad, sumado al de un Estado que no es capaz de garantizar la seguridad mínima a la población, es un tema que agrupa las pequeñas y grandes indignaciones de todos los mexicanos.
La realidad es que estamos cansados, verdaderamente, de que el mero hecho de salir a la calle sea un acto de valentía, más que de libertad.
Y, si en medio de todo, existen indicios de corrupción, de lujo desenfrenado, de un abuso total de la función pública, las protestas sociales están más que garantizadas.
La marcha de días pasados fue un gran éxito, un gran hito de la participación ciudadana.
Es evidente que los violentos —los presuntos miembros del black bloc en México— eran unos cuantos, así como unos cuantos eran también los que pedían una revolución: la gran mayoría eran ciudadanos comunes y corrientes, cansados, decepcionados, hartos de vivir en un México que simplemente no termina de
despegar.
Todos queremos una nación distinta, una nación exitosa, una nación en paz. Una nación que viva un verdadero Estado
de derecho.
Ese es el gran reclamo que el gobierno debe atender, y de forma urgente, antes de que la situación se le salga de las manos.
Esta semana será, sin duda importante.
En el supuesto de que exista realmente una maquinación en contra del gobierno del presidente Peña, será en estos días cuando realizarán su ofensiva final para tratar de culminar lo que para algunos parece una acción orquestada, toda vez que los supuestos constitucionales para la sustitución de mandatario cambian dentro en unos cuantos días.
El esfuerzo gubernamental para tratar de resistir el embate, sin caer en provocaciones, a la par de responder y tomar de nuevo la ofensiva, también se verá en esta semana.
Las consecuencias son impredecibles.
México necesita cambios, es cierto, es evidente, es urgente.
Pero los cambios deben de darse en el marco de las instituciones, y no a través de andanadas mediáticas y la convocatoria de la calle.
Las protestas son necesarias, pero deben de realizarse con responsabilidad y sin violencia.
El escenario ante una crisis como la que algunos parecen querer desatar es de un caos y retroceso que, en estos momentos, sin liderazgos verdaderos y con la cantidad de intereses ligados entre política y crimen organizado, no podemos permitirnos.
Es el momento de permanecer tranquilos, de no caer en la estridencia.
El México del ayer nos demanda justicia, el México del presente nos reclama congruencia, pero el México del futuro nos implora acciones responsables. Calma, por favor.


