


Éste es el último sábado del año. Los años también son interinos, como lo somos los hombres. Particularmente, en lo que concierne a la política y, de manera muy especial, en los regímenes democráticos.
En ellos, todos los gobernantes son interinos. Más interinos mientras mejor esté instalada la democracia.
Solamente los ciudadanos somos permanentes. Solamente nosotros nos hemos quedado y nos seguiremos quedando para contarles a nuestros gobernantes lo que sus antecesores hicieron de bueno o de malo.
Lo que debiera ser preservado o lo que debiera ser remitido de cada una de sus administraciones. Para relatarles lo que nos prometieron y de lo que nos cumplieron. Lo que nos mejoraron y lo que nos dañaron.
Se acerca el final del año y hacemos recuentos políticos. ¿Debemos o nos deben? ¿Somos deudores o acreedores? ¿Cuánto debemos a nuestros gobernantes y cuánto nos deben ellos?
Tempus fugit, decían los romanos. En efecto, el tiempo huye. Sustituimos y somos sustituidos. Sólo tenemos transitoriedad, provisionalidad y fugacidad. Pero, también, hacemos prospectivas para el año
que comienza.
En ciertas ocasiones es necesario ver la historia al revés. No hacia el pasado sino desde el futuro. No ver a la del ayer sino imaginar cómo nos verán los
del mañana.
Por eso a este ejercicio lo he llamado el espejo histórico.
Es conveniente, para completar nuestro autoconocimiento tratar de suponer lo que dirán, escribirán y pensarán de nosotros dentro de un siglo o, por lo menos, dentro de 50 años. Eso, si es que dirán, escribirán o pensarán algo de nosotros.
Si es que hicimos algo de bueno o de malo que merezca que nuestros bisnietos consideren alguna contribución de sus bisabuelos.
Por eso, nuestra evolución ha confinado muchas hazañas tecnológicas de cada época al incinerador del olvido.
Allí han perecido la ballesta y la carreta, el fórceps y la sangría, la Inquisición y el feudo, la cruz de los romanos con su altísima tecnología, así como su avanzadísimo látigo de cinco colas. Pero, también, se han atesorado muchos inventos y descubrimientos que siguen vigentes y hacen nuestro mundo más civilizado que hace siglos.
Los abogados seguimos estudiando, en la escuela, el derecho Romano de hace 25 siglos y aplicándolo todos los días en nuestra vida profesional.
La filosofía helénica nos sigue prestando el modelo aristotélico de silogismo, de sofisma, de dilema y de disyuntiva. El Estado moderno ya cumplió 250 años y es posible que sobreviva otro tanto. La numerología árabe y el alfabeto latino siguen vigentes a través de los milenios.
Pero hoy vivimos en una era plena de revisionismo. Todo lo tenemos en duda y ya no sólo dudamos del futuro, como la han hecho todas las generaciones sino que, también, dudamos que la historia haya sido como nos la han contado.
En lo político, existen dudas razonables sobre si la soberanía, la libertad o la democracia sirven al hombre o lo
perjudican.
Por eso, muchos creen que, en el futuro, habrá cambiado la noción del Estado o, incluso, habrá cambiado el Estado.
También están a revisión la cultura, la educación, la salud, la comunicación, la guerra, la moral, la religión y la vida misma. Es parte de nuestra obligación generacional
aplicarnos a ello.
Para preservar, para rectificar, para diagnosticar, para refrendar o para remitir. Para preguntarnos lo que deba o no sobrevivir de nuestra
existencia.
No estamos seguros si forjaremos alguna idea, algún sentimiento, alguna obra o algún descubrimiento que sirva en el porvenir de las generaciones. ¿A cuáles de nuestros actuales políticos querrán imitar
nuestros hijos?
¿A cuál honrarán y homenajearán nuestros nietos? ¿Qué aportación nuestra será materia de estudio en las universidades del futuro?
La historia de la humanidad es una hazaña, decía Benedetto Croce. Ojalá que nuestra generación y el tiempo que nos tocó vivir ocupen aunque fuera una sola página de la
historia futura.
La idea de que viene el cambio nos excita, pero nos asusta. La idea de que el cambio ya llegó nos tranquiliza, pero
nos aburre.
El reloj de una sociedad, como todo reloj, avanza sin retroceso. El tiempo nunca se detiene ni se altera. Funciona siempre y de la manera prevista. No se descompone ni perece.
Es independiente y autónomo a plenitud. No requiere de ayuda ni de compañía. Es infalible e invencible. Es eterno y perpetuo. El tiempo es, por excelencia, el sistema perfecto. Además, el tiempo nunca es neutral. Siempre corre a favor o en contra.
Hasta hace algún tiempo los mexicanos conocíamos a nuestros ferrocarriles como “la máquina del tiempo”. Solíamos decir que alguna persona saldría o llegaría mañana en el tren de ayer. Un anacronismo surrealista se convirtió en una realidad cotidiana.
En nuestra transición política bueno sería no confundir lo moderno con lo novedoso ni el futuro con el porvenir, mucho menos con el destino. No abordar para el mañana, por confusión de ruta o de destino, los vehículos del ayer.
*Abogado y político.
Presidente de la Academia Nacional, A. C.
w989298@prodigy.net.mx
Twitter: @jeromeroapis

