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A nadie le ha comunicado el secreto

Superiberia

Por: CATÓN   / columnista

“Hay dos misterios imposibles de descifrar, sobrino. Uno de ellos, el menos importante, es el origen del Universo. Su origen original, quiero decir: el primero, primerísimo; el anterior a la materia, a la energía; el anterior a todo, menos a ese principio primigenio. El otro enigma indescifrable, el que verdaderamente importa, es la mujer. Las mujeres, digo, porque cada una de ellas es un arcano al que no puede llegar la tosca comprensión del hombre. Muchas veces hemos hablado de esto, Armando, pero como lo hemos hecho sobrios no hemos llegado nunca a la raíz del tema. Alguna vez tendremos suerte y nos regalará la vida un par de botellas de vino, o tres o cuatro, y el tiempo necesario para vaciarlas sin prisas y sin culpas. Entonces nos llenará el espíritu de la verdad y podremos dilucidar esa cuestión con más acierto que cuando nuestros cinco sentidos están en posesión de nosotros. Por ahora –ahora es el tiempo de que disponemos- permíteme decirte que no estás en edad de conocer, y esa es fortuna grande. Tampoco estás en edad de ser conocido, y esa es ventura aún mayor. No sabes nada por lo tanto. Te oigo hablar con admiración de la riqueza, del poder, de eso que llaman éxito. Para que te lo sepas, nada de eso vale. Lo mejor que hay en el mundo es la mujer. Si Dios hizo algo más bueno se lo guardó para él, y a nadie le ha comunicado el secreto, ni siquiera a los otros cuatro Señores. ¿Sabes quiénes son esos otros cuatro señores? Son: La Virgen, San José, Santa Ana y San Joaquín. O sea, sus papás y sus abuelos. Volviendo a nuestro asunto entérate, sobrino: Todo el mundo, todos los mundos, caben en la axila de una mujer, de cualquier mujer, o bajo su entrepierna. Una chiquilla de 17 años sabe más cosas importantes que Aristóteles y Platón juntos, y desde luego muchas más que Kant, Descartes y Pascal. Hazle caso a tu tío Felipe, que te dice la vieja frase, mil y una veces repetida, de que la mujer no es para entenderla, sino para amarla. Dime, por ejemplo, si entiendes esto que te voy a contar: Cuando yo era más o menos de tu edad -lo fui alguna vez, y si tienes suerte tú también serás algún día más o menos de mi edad-, cuando contaba tus años, digo, tuve tratos con una mujer casada. ¿Por qué engañaba ella a su marido? No lo sé. Sólo te puedo decir que lo engañaba con desenfado, y hasta con alegría, sin mostrar ningún remordimiento. Lo hacía con mucha ciencia -¡ah, con qué ciencia!- pero sin ninguna conciencia. Se acostaba conmigo como si jugara un juego de tenis. Además lo hacía sabrosamente: cada cita con ella era para mí el paraíso recobrado. Gozarla, y gozarme en ella, me reconciliaba con el mundo; me reconciliaba incluso conmigo mismo. Una vez cometí la impertinencia de preguntarle por qué le era infiel a su esposo. Me respondió: ‘Se lo merece’. Y no me dijo más. Sucedió que él tuvo un accidente de automóvil, y a consecuencia de los golpes que recibió en la cabeza quedó convertido en vegetal. Ese mismo día mi amante, o sea su mujer, terminó su relación conmigo. Ya no acudió a nuestra acostumbrada cita semanal. Una tarde la encontré casualmente y le pregunté por qué. Me respondió: “No se lo merece”. Jamás la volví a ver. ¿Entiendes esto, Armando? Tú, que por tu ignorancia total crees saberlo todo ¿entiendes esto? Yo no lo entiendo, y eso que he poseído a más mujeres que las que tú saludarás de mano en toda tu vida. Bueno, quizás estoy exagerando un poco: tú eres muy saludador”… Anoche, no sé por qué, se me vinieron al recuerdo esas palabras de mi tío Felipe. Quise escribirlas para no olvidarlas, pues sé que a lo mejor llegará el día -triste día- en que querré olvidarlas para no escribirlas… FIN.

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