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De política y cosas peores

Superiberia
  • Por CATÓN / Columnista

Un voto por Morena es un voto contra México… Los jueces y los periodistas tienen algo en común: ambos deben mantenerse alejados del príncipe. En este caso el príncipe no es el azul de los cuentos infantiles, el de Blanca Nieves, la Bella Durmiente o Cenicienta. El término “príncipe” se aplica, como en el clásico texto del maquiavélico Maquiavelo, al que es primero o principal, el de mayor poder y más alta jerarquía en un Estado, sea emperador o rey, o, en nuestra época, primer ministro o presidente. En tal contexto López Obrador es el funcionario príncipe de México, aunque actúe al mismo tiempo como presidente, primer ministro, rey y emperador. La excesiva cercanía con el príncipe, su frecuente trato, crean compromisos que ponen en riesgo la independencia personal de quien establece con él una relación que va más allá de lo estrictamente necesario. Por eso es criticable -y criticado- el ministro Zaldívar, que tantos motivos ha dado para hacer que surjan recelos sobre su autonomía en relación con el poderoso Poder Ejecutivo. Sus repetidas visitas al Palacio Nacional, a más de contrariar el espíritu y la letra del Código de ética a que ha de sujetarse la conducta de los juzgadores, parecen dar a ver que el ministro presidente de la Suprema Corte está más atento a las señales que emita el príncipe que a los dictados de la ley y a los principios de la recta impartición de la justicia. La ambigüedad con que se ha comportado Zaldívar frente al designio del Presidente de prolongarle dos años su gestión (quizá como preludio para alargar su propio mandato) sigue sembrando dudas sobre su integridad, dudas que no existirían si de inmediato el ministro hubiese respondido con un tajante “No” a esa proposición indecorosa. Navegar a dos aguas es difícil, sobre todo cuando una de ellas está revuelta y turbia. Ahora el ministro Zaldívar debe optar entre defender el principio de la división de poderes, uno de los fundamentos de la democracia, y salvar su prestigio personal, o condenarse a sí mismo al basurero de la Historia si acepta la inmoral e ilícita dádiva que el príncipe le ofrece. Tiempos de definición son éstos. Imposible quedar bien al mismo tiempo con Dios y con el Diablo (la mayúscula en el último nombre es por equidad). Para un juez la cercanía con el príncipe puede ser provechosa en términos económicos, pero ese criterio crematístico, o sea de interés monetario, no ayuda mucho cuando se trata de afrontar el juicio de aquella rigurosa dama que arriba mencioné: la Historia. ¡Brrr! La última frase de tu perorata, columnista, me sacudió el píloro en tal forma que me quedé freddo ed immobile come una statua. Cuando llegue del día de ese juicio yo me pondré atrás de un señor gordo para que la Historia no me vea y así poder librarme de su sentencia draconiana. Narra ahora un chascarrillo que sirva para aliviar aquel pilúrico sacudimiento… Meñico Maldotado es un infortunado joven a quien natura no favoreció en la parte correspondiente a la entrepierna. Le dio sólo un cinco de canela, y mal despachado, como antes se decía para aludir a una porción mínima de algo. No obstante, esa insuficiencia o exigüidad Meñico se casó con Pirulina, muchacha que algo sabía del tema, pues en no pocas ocasiones lo había tenido entre manos. La noche de las bodas Meñico dejó caer la bata de popelina anaranjada con rayitas verdes que su señora madre le confeccionó para el evento, y se mostró por primera vez al natural ante los expertos ojos de su desposada. “¡Joder! -exclamó Pirulina al verlo-. Tu mamá me dijo que tenías detalles de niño, pero no pensé que éste fuera uno de ellos”. FIN.

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