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De política y cosas peores

Superiberia

La palabra “papigochi” sirve en la lengua de la Tarahumara para designar a una ave zancuda, de pico largo, un poco mayor que la paloma. Papigochi se llama también un río y Papigochi es el antiguo nombre de la población que es hoy Ciudad Guerrero, en el estado de Chihuahua, a donde tuve la fortuna de ir en tiempos prepandémicos tan lejanos tiempos, ¡ay!- en mis andanzas de conferencista itinerante, que me han permitido conocer todo el país. Don Eduardo Sáenz Casavantes escribió páginas muy amenas para narrar los hechos y los dichos de la gente de ese lugar, y los juntó en un libro que me hizo llegar su sobrina, la gentil maestra Julieta Sáenz. La obra de don Eduardo es deliciosa por su traviesa gracia y por el buen estilo de escritor de quien la hizo. En ella se cuentan anécdotas regocijantes. Por ejemplo, la del doctor Encarnación Brondo Whitt. Viudo acomodado, casó en segundas nupcias con doña Antonia Casavantes Burboa, de no tan grandes bienes de fortuna. Poco antes de la boda, Chonito -así lo llamaba su futura esposa- empezó a notar que Toña decía: “Nuestra casa, nuestro automóvil, nuestro rancho”, refiriéndose al rancho, el automóvil y la casa del doctor.
Él la sacó de su error con una quinteta admonitoria: “Me preocupa tu sentir, / Antonia, pues saber tienes / que si nos vamos a unir / será para compartir / los males, mas no los bienes”. Igualmente graciosa es la historia de don Apolonio Romero, gran cazador y gran mentiroso -va una cosa con la otra-, que contaba cómo un día, andando por el monte, se sentó a descansar a la sombra de un árbol. En el cañón pavonado de su rifle vio el reflejo de un puma que desde lo alto de las ramas se aprestaba a saltar sobre él. “Levanté muy despacito la carabina y le apunté al animal -contaba después don Apolonio-. Bostecé, y luego disparé. El puma cayó muerto a mis pies”. Le preguntó con extrañeza uno: “¿Y para qué bostezó usted, don Apolonio?”. “¿Cómo pa’ qué? -respondió él-. Los bostezos son contagiosos. Con mi bostezo el puma bostezó también, y así le pude meter la bala por el hocico, pa’ no agujerar el cuero”. Recuerda el autor de este sabroso libro a doña Rita Amaya, que gustaba de hablar con giros elegantes y magnílocuos. En cierta ocasión recibió en su casa a la tertulia de amigas y amigos que la visitaban. Después de acabada la merienda les dijo señalando la puerta abierta de la sala, que daba al patio y por la cual empezaba a entrar el fresco de la noche: “Queridos míos: ¿no les parece a ustedes conveniente que entornemos ese madero? Temor me asalta de que entren los céfiros nocturnos, tan gélidos que bien podrían conducirnos a la oquedad del féretro”. Seguramente apócrifo, invento de las malas lengua, es el relato según el cual don Cipriano Estrada Erives y su señora esposa, doña Leonorcita Brondo, recibieron por unas horas en su casa -la mejor y más decentita de Papigochi- al presidente de la República y a la primera dama de la Nación, pues no había en el pueblo hotel o sitio alguno de mejor condición donde pudieran descansar después del acto en que el Primer Magistrado inauguró la presa “Abraham González”. Se contaba en el pueblo que días después de la honrosísima visita presidencial a su domicilio, don Cipriano y Leonorcita hicieron poner en la puerta del baño de su casa una placa que decía a la letra: “En este lugar exoneraron el Señor Presidente de la República, licenciado Fulano de Tal, y su esposa, doña Fulana, de lo cual guardan grato recuerdo los propietarios de esta casa, Cipriano Estrada y Leonor Brondo de Estrada, que dejan aquí constancia del año, mes, día y exacta hora en que tan importantes actos se efectuaron”. FIN.

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