in

DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

Superiberia

 Por: Catón  / columnista

Es uno de esos vocablos mexicanos.

Don Nebrijo, profesor de gramática española, llegó a su casa cuando no era esperado y sorprendió a su esposa en estrecho abrazo de fornicio con un toroso individuo. Pese a su extenso conocimiento de la lengua castellana don Nebrijo no tuvo palabras –sustantivos, verbos, adjetivos, artículos, pronombres, conjunciones, adverbios, interjecciones ni preposiciones- para expresar el disgusto que el impensado suceso le produjo. La que habló fue su mujer, que balbuceó llena de confusión: “Yo… Tú… Él… Nosotros…”. Interrumpiola con expresión severa el profesor: “Primero la explicación, mujer, y luego la conjugación”… Un hombre joven bebía su copa, solitario, en la barra de una cantina. El tabernero, compadecido de él, le preguntó: “¿Qué le sucede, amigo? ¿Por qué se ve tan triste?”. Respondió lleno de pesadumbre el joven: “Mi novia terminó su relación conmigo porque soy pobre y no tengo futuro. Yo le hablé de mi tío Roque Felio, que de la más absoluta pobreza se encumbró hasta llegar a ser un hombre de fortuna, multimillonario, dueño de grandes empresas, bancos, hoteles, centros comerciales y edificios. Incluso tiene una casa en Saltillo”. Preguntó el de la cantina: “¿Y ese ejemplo no la convenció?”. “Sí la convenció–estalló en sollozos el muchacho-. ¡Ahora mi novia es mi tía!”… “Al idioma del blanco tú lo imantas…”. Eso le dijo a la Suave Patria el gran López Velarde. Afortunados somos los mexicanos, en efecto: el idioma que hablamos tiene ricas raíces latinas y de Grecia, arábigas, y nutrida copia de galicismos, anglicismos y otros variados ismos europeo; pero a más de esos orígenes, comunes a otras lenguas romances, poseemos el tesoro recibido de nuestros antepasados aborígenes. Sus palabras viven aún en nosotros, que las usamos cada día, las más de las veces sin conocer su origen, pues en la escuela nos enseñaron etimologías griegas y latinas, pero no las riquísimas y expresivas etimologías del náhuatl. Podíamos descifrar el significado de “batracomiomaquia”, pero no el de Chapultepec o Xochimilco. “Aguacate” es uno de esos vocablos mexicanos. Proviene del aztequismo “ahuácatl”, que significa testículo. Los testes, dídimos o compañones no son llamados vulgarmente “aguacates” por parecerse a esos frutos. La cosa es al revés: los aguacates se llaman así por parecerse a los testículos. Tan singular etimología contiene otras sutilezas del mismo orden: los antiguos mexicanos comían aguacate al mayoreo, ya en forma directa, ya en el sabroso guacamole, porque pensaban que comerlo les aumentaría la secreción de semen. De ahí viene otra derivación de contenido sexual de la palabra: el verbo “guacamolear”, ahora en desuso, significaba hacerle caricias eróticas a una mujer, cachondearla, pichonearla que se decía también. Esta disquisición semántica, insólita en el escribidor, se origina en el precio que por estos días ha alcanzado el aguacate en el norte del país. ¡Hasta 100 pesos ha llegado a costar en mi ciudad el kilo del sabroso fruto! Díganme mis cuatro lectores si con esa carestía es posible guacamolear, entendida en este caso la palabra en su acepción de hacer guacamole. Lejos estoy de comprender las fluctuaciones del mercado del aguacate, pero puedo decir que en estos días se necesitan muchos pesos para pagar su precio… La madre de Pepito recibió una queja de su vecina, la mamá de Rosilita. El chiquillo había faltado gravemente a la moral en su trato con la niña. De inmediato la mamá de Pepito lo llamó y le preguntó que había hecho. “Lo único que hice fue obedecerte, mami –explicó él-. Tú me dijiste: ‘Ve en tu bicicleta nueva a la casa de Rosilita y enséñasela’”… FIN.

CANAL OFICIAL

La política en rosa  

GATOPARDO Cambio imposible de piel