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De política y cosas peores

Superiberia

A la prima Celia Rima, versificadora de ocasión, se le ocurrió este travieso epigrama a propósito del encarcelamiento de Emilio Lozoya: “Es interesante el dato, / pero no fue a la prisión / por corrupto o por ladrón, / sino por comerse un pato”. Tiene razón la prima. El tal Lozoya había gozado de la protección oficial. Los capitostes de la 4T pensaron que sería un soplón útil a los designios del Caudillo. Al parecer no encontraron en él las revelaciones que estremecerían al país, y aprovecharon una imprudencia del chiva, que así se llama en el caló del hampa al que denuncia a sus compinches, para sacarlo de la circulación y sosegar las iras de las redes. (Esperemos que la boda de Santiago Nieto no haya molestado en la misma forma al Jefe Máximo, pues entonces el titular de la UIF se verá en apuros). México es un país presidencialista en el cual la voluntad del poderoso en turno se impone sobre todo y sobre todos. Eso ha sucedido desde los tiempos de Acamapichtli, primer señor de Tenochtitlan. Sin embargo no recuerdo en la época moderna una voluntad tan caprichosa y absolutista como la del Presidente López, quien según su humor del día protege innombrables y nombra protegidos. Lozoya comió pato, y eso indigestó al ganso. Su aprisionamiento, entonces, no es consecuencia de la recta aplicación de la ley, sino de la pendejada que cometió. Perdón por el exabrupto, pero no hallé otro más abrupto aún. ¿Volverá el ex director de Pemex a comer pato alguna vez? Como dijo Descartes: dúdolo. El ropero era de tres lunas, y tan alto que llegaba casi al techo. La cama, amplia, podía servir lo mismo para un sueño despatarrado que para un gozoso regodeo. En esto último, lo del regodeo, se hallaba doña Pifa -diminutivo de Epifania-, la esposa del mayordomo de la hacienda, refocilándose con don Matiano, el recaudador de rentas. De pronto se oyeron pasos en el corredor. “¡Rápido! -le dijo la señora a su querido-. ¡Métase abajo de la cama!”. (En aquellos entonces las convenciones sociales no autorizaban el tuteo sino después de cierto tiempo de intimidad. El marido recién casado, por ejemplo, debía decirle a su mujer: “Por favor muévase usted, si es tan amable”). Don Matiano se ocultó bajo el lecho en menos tiempo del que tarda en persignarse un cura loco. ¿Quién era el que llegaba? Era Chano, hipocorístico de Emerenciano, el caballerango de la hacienda, que tenía también amores clandestinos con la Pifa. Lo recibió en el lecho la señora, aunque cada empuje del fogoso jinete significaba un fuerte apachurrón para el atribulado recaudador de rentas. ¡Qué día para doña Pifa! De nuevo se oyeron pasos. “¡Rápido! -le dijo al brioso follador-. ¡Métete al ropero!”. Iba a hacerlo Chano, pero las puertas del mueble estaban cerradas con llave. Doña Pifa la traía perdida, y no había tiempo de pedirle a San Antonio que se la encontrara. Le dijo, pues, a Chano: “¡Súbete al ropero!”. Como pudo trepó el caballerango al alto mueble. En eso entró don Mayo, el esposo de Pifa. “Me despidió el patrón” -le anunció con pesaroso acento a su mujer. “¡Santo Cielo!-exclamó ella-. ¿Y ahora cómo vamos a pagar mis vestidos y sombreros?”. Con un suspiro respondió don Mayo: “El Señor que está arriba proveerá”. Preguntó la señora: “¿Y cómo vamos a conservar el coche y el cochero?”. Otro suspiro del esposo: “El Señor que está arriba proveerá”. Inquirió doña Pifa: “¿Y de qué vamos a comer?”. Volvió a suspirar don Mayo: “El Señor que está arriba proveerá”. En eso se escuchó la airada voz de Chano, el que estaba arriba del ropero: “¿Y qué el señor que está abajo no va a aportar nada?”. FIN.

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