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De política y cosas peores

Superiberia

Él era romántico y ensoñador. Se llamaba Gudolfo. Ella tenía un gran sentido práctico. Su nombre era Reala. Una noche acertaron a estar en el campo. “¡Mira el cielo constelado! -exclamó él lleno de emoción-. Las estrellas, dijo el poeta, son las salivas luminosas que mojaron los labios de Dios cuando dijo la metáfora del universo. ¡Mira la Luna! Es el disco de plata que sólo aparece de noche porque en el día lo oculta la luz de tus ojos. Cierra uno, mujer, para que los seguidores del Profeta puedan ver la media luna. ¡Mira el césped, húmedo por el rocío!”. Sugirió Reala: “Podemos poner una cobija”. Yo creo ciegamente en la Divina Providencia, esa mano misteriosa que me allega, aunque no los merezca, los dones de la casa, el vestido y el sustento. Creer ciegamente es la única manera de creer. Por eso a la Fe, una de las tres virtudes teologales, se le representa siempre con una venda en los ojos. Si los abro, por ellos entrará la duda, y preguntaré entonces por qué a muchos de mis prójimos les son negadas las bendiciones que yo recibo. Por qué, aunque las aves tienen su nido y las zorras su madriguera, el hijo del hombre no encuentra a veces donde reclinar la cabeza. Por qué, aunque las flores del campo visten ropas que ni el más poderoso rey puede lucir, hay quienes van cubiertos con harapos. Por qué, aunque muchos nos saciamos en la mesa, otros, muchos más, sufren lo indecible para conseguir el pan de cada día. (“Tengo hambre” -le dije a don Abundio. “No diga eso, licenciado -me reprendió el sabio viejo-. Tiene apetito, que es cosa bien distinta. Usted no sabe lo que es el hambre”). Mi fe, entonces, es la del carbonero, que cree, pero no pregunta. Al mismo tiempo, sin embargo, esa fe mía es vacilante. Por ejemplo, cuando me duele una muela dejo de creer. Aun así el primer día de cada mes suelo encender una vela en señal de gratitud y esperanzada súplica a la providencia del Señor. Un cierto amigo mío me vio cumplir esa sencilla devoción y se burló de mi credulidad. “Con todo respeto”, me dijo. (Así dice AMLO antes de joder a alguien). Mi amigo profesa la religión del ateísmo, y se ríe de supersticiones como la de mi velita. Pocos días después lo visité en su negocio, y vi que sobre la puerta tiene una ristra de ajos con un listón de color rojo. “Sirve para ahuyentar la mala suerte y las malas vibras” -me explicó. He referido todo eso porque ayer recibí un bello obsequio navideño. No diré quién me lo envió, pues no tengo su autorización para decirlo, pero es de alguien a quien admiro y aprecio grandemente por su calidad humana y su entrega absoluta a la trascendente labor que le ha sido encomendada. Su regalo es de los que duran todo el año. En una cajita de cartón venían 12 pequeñas veladoras, una por cada mes, para encenderlas el día dedicado a la providencia de Aquél de cuyas manos todos los bienes se reciben, pues es Dios amoroso, por más que a veces no entendamos las ocultas vías en que su amor se manifiesta. Espero que quien me hizo llegar ese regalo lea estas deshilvanadas líneas en las cuales le doy gracias por su precioso obsequio, grande en su sencillez, precioso en su humildad. Ya conocemos a don Chinguetas. Es un marido tarambana que jamás ha cumplido el deber de fidelidad que impone el lazo conyugal. (Tanto al marido como a la mujer el anillo matrimonial les corta la circulación, aunque no les apriete). Doña Macalota, la esposa del casquivano don Chinguetas, le reclamó furiosa: “Supe que le regalaste un brazalete de esmeraldas a tu secretaria. Seguramente con eso quieres conquistarla”. Respondió él, cachazudo: “No se lo regalé. Se lo debía”. FIN.

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