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EL GALLO DE ORO

Superiberia

Por Andrés Timoteo  / columnista

EL GALLO DE ORO

Un relato de la Edad Media -ese periodo de oscurantismo porque la religión desplazó a la ciencia y al sentido común- habla que hubo un señor feudal muy poderoso que en un cumpleaños recibió como regalo un gallo forjado con láminas de oro -desde ese tiempo se acuñó la leyenda del Gallo de Oro que se oye por todas partes tanto en Europa como en América- y la figura tenía un encantamiento.

El ave de metal portaba en su interior un relicario con una de las plumas que se le cayeron al Espíritu Santo cuando descendió sobre Jesús al momento de ser bautizado en el río Jordán, y cantaría cada vez que hubiera un peligro para la familia feudal o a la comarca. Si alguien quisiera hacer daño al señor feudal o al pueblo se aproximaba un ejército enemigo, una catástrofe natural o la peste serían alertados por el cacareo.

El fanatismo oscurantista hizo que todos creyeran el engaño de que el Espíritu Santo transformado en paloma había dejado plumas cuando aleteaba para posarse sobre el Nazareno mil 500 años antes. Así, el gallo de oro con la famosa pluma del ave celestial se convirtió en objeto de culto y era paseado por el pueblo una vez por mes para que detectara cualquier amenaza.

Un día, dos mozos cayeron en un pozo que recién habían excavado para buscar agua y perecieron desnucados. La madre de ambos juró que en la madrugada previa escuchó al gallo cantar -todos los gallos cantan al amanecer-, aunque aseguró que este canto era diferente. “Era como un llorido, estaba prediciendo la muerte de mis hijos”, dijo la mujer. Los dos campesinos fallecidos eran aficionados a la bebida y a las mujeres por lo que el gallo de oro los había castigado, fue la deducción en el pueblo. El gallo también los cuidaba del pecado, se regocijaron.

Otro día, en un banquete que se ofrecía en la casa feudal, una de las cocineras, la más anciana, pereció de un infarto. El gallo la mató porque tal vez pensaba envenenar al señor feudal, fue la comidilla de todos. Su familia fue echada del pueblo. Un vecino aseguró que en esa casa se oía cantar al gallo, que era la señal de que la anciana estaba planeando algo malo.

Un año, durante la fiesta de la cosecha, llegaron caballeros de toda la región para participar en las justas. Uno de los participantes pretendía a la hija del señor feudal y se había propuesto lucirse derribando a otros competidores para ganar la venia de la familia anfitriona, solo que éste no era del agrado del suegro.  El joven caballero derrotó a todos sus competidores, pero cuando iba a recibir el galardón de las manos de la doncella se oyó un silbido. ¡El gallo cantó…el gallo cantó!, gritaron todos.

Fue la señal de alerta. El combatiente fue apresado por la muchedumbre quien lo llevó a la plaza del pueblo, lo ató a un poste y le prendió fuego. Sus acompañantes también fueron aprehendidos y los despedazó la turbamulta. “Quería robarse la gema preciosa de la familia, el orgullo del pueblo y venció a todos porque recibió ayuda del maligno”, dijeron todos. Y el gallo de oro escarmentó al desdichado enamorado. La muchedumbre no reparó que el señor feudal había mandado a uno de sus escuderos a subirse a la torre de la iglesia y a silbar lo bastante fuerte para que todos oyeran.

Un silbido no es igual al cacaraqueo, pero los fanáticos en su euforia no notaron la diferencia y lo que escucharon fue el cántico de la dorada efigie gallinácea. Al que dijera lo contrario, lo ajusticiaban. Luego, en los juicios que se realizaban en el castillo, el gallo de oro también cantaba, aunque solo lo escuchaba el señor feudal. El gallo decidía quién era culpable con su canto imaginario. El ave metálica que terminó desplazando a los santos, vírgenes y mártires cristianos en la veneración popular.

VERACRUZ MEDIEVAL

El relato del Gallo de Oro es la versión medieval del Becerro de Oro, aquel ídolo que adoraron los israelitas cuando estaban en el desierto y se cansaron de esperar al Dios del que hablaba Moisés. Y el mismo hace recordar a lo que sucede todavía en regiones de Veracruz donde el fanatismo nubla la razón e incendia pueblos enteros.

Desde hace días hay una disputa entre pobladores de los municipios de Chocamán, Santa Ana Atzacan y La Perla por la disputa de retablos y estatuas religiosas que aseguran hablan, cantan, bailan, giran, lloran, levitan y hasta exigen tributos y reverencias. Una es la Virgen de Guadalupe, otra la de Jesús infante a la que llaman “Divino Niño”, otra de Nuestra Señora de Juquila y otro del Señor de la Misericordia.

Los tres poblados pelean la posesión de estas imágenes y la discordia es tanta que algunos de sus cuidadores portan armas de fuego para defenderlas a tiros si es necesario. El fin de semana pasado sucedió una gresca entre los pobladores de Tetla, comunidad empobrecida y castigada por un analfabetismo galopante de Chocamán con lugareños de Santa Ana Atzacan, igualmente ignorantes, y ambos se amenazaron con iniciar una balacera.

Allí mismo en Tetla se cuenta que el “Divino Niño” ordena cuáles son las casas a las que debe ser llevado en procesión para que lo veneren y los portadores obligan a los lugareños a inclinarse, besar el palio en que lo pasean bajo amenaza de ser escarmentados si no lo hacen. O lo adoran o los apalean. Lo que debe ser un objeto de fe y armonía en las comunidades, ya generó un encono y está a punto de desatar una ‘guerra santa’ intermunicipal porque cada lugar asegura que le corresponde la custodia de esos lienzos y figurillas.

Y la situación ha llegado a tal grado que ya la jerarquía católica tuvo que intervenir buscando serenar a los fanáticos creyentes. La vocería de la Diócesis de Orizaba llamó a los feligreses a la “cordura” y les pidió no usar armas para defender a las famosas figuras bailarinas, hablantinas y cantarinas las que desmintió sean parte de un milagro.

Pero la psicosis colectiva de esos pobladores analfabetas es resultado del adoctrinamiento religioso hecho por la misma Iglesia católica durante mucho tiempo. Allí está ese Veracruz profundo, rezagado, oscurantista y medieval donde está cantando el Gallo de Oro y el clero no sabe cómo detener a los enajenados y empistolados feligreses.

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