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El piano de Casablanca

Superiberia

¿Por qué pagar 600 mil dólares por un piano? (Sotheby’s arguye que esperaba más.) ¿Por qué querer poseer una pieza a tan alto costo? ¿Por qué ha ocurrido lo mismo con la chamarra de Michael Jackson, el vestido de Marilyn Monroe, el collar de perlas de Jackie Kennedy-Onassis, la partitura original de Hey Jude de Macartney, o el piano de los Beatles en Abbey Road? ¿Por qué hacerse de objetos que significan algo, que son fetiches, asideros de la educación sentimental, devocionarios? El piano de la reciente subasta -luego se supo fueron Leonardo Di Caprio y su amigo millonario los compradores- no es cualquier piano. No es la fineza de su fabricación lo que lo ha hecho tan cotizado, sino su lugar en una película, en una ficción, ya de por si asunto fascinante. El piano subastado es el de la mítica película Casablanca, donde Dooley Wilson toca aquella pieza que Humphrey Bogart, como Rick Blaine pide para Ingrid Bergman, Ilsa Lund. “Play it again, Sam”, cuatro palabras sentenciosas. Tócala de nuevo, Sam. Si las palabras se subastaran no habría quien pudiera pagar por ellas, porque el piano sin esa palabras no es nada (tampoco sin Bogart de atractivo hostil y Bergman de belleza clásica). Porque en el pedido está la carga, la elocuencia del significado. No nada más toca la pieza, sino vuelve a tocarla. (Pienso en el peso de una palabra para que la oración sugiera, sin el “de nuevo”, el again, el rasgueo de las fibras amorosas no resulta igual, como en la minificción de Monterroso, el peso del “todavía”, es el elemento perturbador de la oración que narra: “Cuando despertó el dinosaurio todavía seguía allí”.)

Tócala de nuevo, Sam. Una canción que evoca en los protagonistas el tiempo que fue suyo, ese amoroso encuentro en el París de la Segunda Guerra Mundial trastocado ahora que Ilsa llega a Casablanca como esposa de Víctor Laszlo, líder de la resistencia. Tócala de nuevo, Sam, porque no es necesario decir más que lo que esa canción lleva, arrastra, la complicidad silenciosa que supone y el dolor de quererse y no tenerse o de la posibilidad de volverse a tener, como el destino parece permitirlo y la canción insistirlo. Play it again, Sam porque aquí está la mujer amada pero no se lo digo porque hay maneras de decir las cosas. Eso es lo que nos gusta, la manera lateral de decir te quiero. ¿Será esa la razón por la que se llevó el piano Di Caprio? ¿O será por la canción que toca Sam, que tampoco es cualquier canción? El piano remite a la frase de Bogart, y a la pieza que Sam tocaba: As time goes by… Un beso es sólo un beso… Romanticismo puro. La canción favorita de mis padres. La que han bailado cuando han podido, para que los miremos pensando en que con todo y sus raspones, y mientras el tiempo pasa, el corazón tiene alturas amorosas. ¿Habrán bailado también al son de esta canción los padres de Di Caprio? Lo curioso es que no lo compró como capricho personal, para contemplarlo y solazarse en poseer el mítico instrumento que habla del amor de otra manera y de la posibilidad de tenerlo todo y renunciar a los deseos del corazón. No se quedará con él, su amigo y él lo donarán al Museo de Arte de Los Ángeles. Harán del objeto un asombro compartido, por más que el piano, para quienes han visto la película (ojalá la sigan viendo los más jóvenes y las generaciones siguientes), siempre sea un asunto íntimo, un guiño con el corazón.

Si las palabras se subastaran yo habría pujado por aquella frase de Rick cuando alza su copa y mira a Ilsa: Here is looking at you, kid. La elocuencia de ciertas palabras vale más que un piano.

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