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EL RASTRO DE LOS HUESOS

Superiberia

Por Andrés Timoteo / columnista

EL RASTRO DE LOS HUESOS

“Hay un gringo que busca gente para exhumar restos de desaparecidos” corrió la voz el estudiante Douglas Cairns entre sus compañeros de la Universidad de Buenos Aires. Era 1984, año de grandes acontecimientos en Argentina pues había terminado la dictadura militar y se iniciaban con la justicia transicional que tenía entre sus tareas la búsqueda de las personas desaparecidas.

Ese año, la Madres de la Plaza de Mayo, organización de mujeres que buscaban a sus hijos víctimas de la desaparición forzada -hoy Abuelas de la Plaza de Mayo- pasaban de la protesta callejera a la acción forense y apoyadas por la Asociación Americana por el Avance de la Ciencia, invitaron a un antropólogo forense de Estados Unidos para ayudarlas a localizar e identificar restos humanos enterrados clandestinamente.

Se trataba de Clyde Snow, un texano que había saltado a la fama científica porque fue quien identificó por medio de exámenes genéticos los restos del médico nazi Josef Mengele, responsable de la muerte de miles de prisioneros en los campos de concentración y quien tras la caída de la Alemania hitleriana en 1945 había huido a Sudamérica, viviendo 34 años en el anonimato en Argentina, Paraguay y Brasil. En este último País murió en 1979 y fue enterrado con un nombre falso.

Pues Snow lo identificó sus restos óseos por medio de estudios forenses que en aquella época eran incipientes y por eso las Madres de la Plaza de Mayo lo llamaron a Argentina donde, como lo dijo el mismo científico, la dictadura fue “una máquina estatal que tragaba personas y escupía sus huesos”. Había miles de desaparecidos y cientos de sitios -fosas clandestinas- donde buscar, pero el problema era qué hacer con lo que se encontraba, cómo darles nombre a los restos exhumados.

Ya en Argentina, un buen día, Clyde Snow se quedó sin traductor en una conferencia en Mar de Plata y entonces entre la audiencia se oyó: “yo sé inglés”. Era Morris Tidball Binz, joven estudiante de medicina que había acudido al coloquio. Desde entonces se convirtió en el traductor-acompañante de Snow, tanto en conferencias magistrales como en procesos de exhumación de cadáveres pues era el vínculo comunicativo con los familiares de desaparecidos.

El azar volvió a preparar el terreno y luego de que el Colegio de Graduados en Antropología desairó apoyar con profesionales al doctor Snow en sus labores de exhumación y ante el riesgo de que los trabajos se paralizaran, Morris le dijo: “Yo tengo unos amigos” y corrió la voz por medio Cairns en la Universidad de Buenos Aires. Al llamado llegaron otros tres estudiantes: Patricia Bernard, Mercedes Dorett y Luis Fondebrider de Antropología. 

La primera solo había desenterrado guanacos -llamas- no sabía nada de cadáveres como tampoco lo sabía la segunda, quien era fotógrafa y trabajaba como bibliotecaria para sostener sus estudios. Lo mismo Fondebrider y más aún, él les tenía terror a los cementerios.  Sin embargo, la curiosidad científica y la necesidad económica llevaron a esos jóvenes a un encuentro con el gringo Clyde.

HUELLAS DE LA BARBARIE

Éste también los sedujo con sus extravagancias. Calzaba botas, usaba sombrero tejano, era mal hablado -en inglés-y además fumaba y bebía como un cosaco. Además, era generoso, pues en la primera cita con los cuatro estudiantes invitados por Morris les invitó el almuerzo en un restaurante bonaerense.  Nosotros éramos estudiantes, nunca habíamos ido a un restaurante elegante. Comimos como bestias”, recuerdan.

“Pero teníamos miedo. El País estaba muy inestable”, platica Bernard. Aun así, vencieron el temor y se convirtieron en ayudantes de Snow quien los llevó a desenterrar muertos.  “Él se tiraba con nosotros en la fosa, se ensuciaba con nosotros, fumaba, comía dentro de la fosa. Fue un buen maestro en momentos difíciles, porque una cosa es levantar huesos de guanaco o de lobos marinos y otra el cráneo de una persona”, narran.

Entre 1984 y 1989, Snow exploró decenas de fosas, extrajo muchos restos humanos a los que identificó para que se conocieran sus nombres y sus historias, y preparó a los cinco jóvenes para convertirse en pioneros de esa disciplina que después los convertiría en una referencia a nivel mundial. Así nació el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), famoso por sus aportaciones a la medicina y antropología legista, y que han sido requeridos en todo el planeta para identificar a víctimas del exterminio.

México los llamó para ayudar en las investigaciones de los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa. En Veracruz, el EAAF, participó en la identificación de uno de los cinco jóvenes desaparecidos en Tierra Blanca en el 2016. Se logró con un solo pequeño fragmento de hueso semi – calcinado que se logró encontrar. 

Como siempre sucede, fueron los jóvenes los que iniciaron el camino, esta vez en las ciencias, para lograr encontrar a quienes están ausentes, no solo en Argentina sino en muchas partes del mundo. Lo que ellos comenzaron en tierras argentinas fue una ruta para “impedir a futuros revisionistas (de la historia) negar lo que pasó”. La historia del Equipo Argentino de Antropología Forense fue relatada por la periodista argentina Leila Guerrero, galardonada por la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI).

Lo plasmo en el libro “El rastro de los huesos” –se puede localizar en la web- y viene al caso por lo que sucede actualmente en México y Veracruz donde la historia se repite: hay miles de desaparecidos, cientos de fosas clandestinas, restos óseos a extraer y sobre todo a identificar genéticamente. Hace falta quien lo haga.  Esta semana comenzó a explorarse el paraje La Guapota del municipio de Úrsulo Galván donde hay, al menos, 72 fosas clandestinas que pudieran arrojar decenas de cadáveres.

En la zona Centro, el predio Los Arenales de Río Blanco figura en el mapa nacional del terror por las fosas clandestinas que allí se han ubicado y de las cuales se han extraído 18 cadáveres, aunque el cálculo también de que haya muchos más. No hay que pasar por alto que al norte de la ciudad de Veracruz esta Colinas de Santa Fe donde se han recuperado los restos de casi 300 personas.

 Colinas de Santa Fe figura entre las fosas clandestinas más grandes del continente americano, a la par de San Fernando en Tamaulipas, Pozo Vargas y Avellaneda en Argentina o La Escombrera y La Macarena en Colombia.

Son sitios que tienen las huellas escondidas de la barbarie cometida contra la población. Y como sucedió en Argentina donde unos jóvenes se aventuraron a ayudar a la justicia transicional, en Veracruz y en todo México se requiere que las nuevas generaciones se involucren. Las universidades deberían estar preparando a profesionistas en temas forenses pues su trabajo es y será muy necesario durante las décadas por venir. Urgen jóvenes intrépidos y pioneros.

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