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EPN: Año 1

Superiberia

La curva de aprendizaje de Enrique Peña Nieto y su equipo ha sido costosa para el país en este primer año de administración. La conducción del Gobierno federal implica dimensiones y complejidad que ni de lejos tiene el Estado de México, aunque sea uno de los estados más grandes y económicamente más fuertes. El impacto de los hierros en el manejo del gasto público sobre la caída del producto y la desaceleración del 2013 es reflejo de la impericia y el desconocimiento de los resortes de la política pública y la eficacia gubernamental.

El año que termina también ha sido de experimentación, de balbuceo, de atisbo de acciones, en una materia tan sensible como la violencia, pese a que reducirla fue una de sus principales promesas de campaña. También la de modificar la estrategia contra el crimen organizado, que, un año después de la salida del gobierno de Calderón, conserva amplias pautas de continuidad. Su aportación hasta ahora se reduce a una mayor coordinación de los operativos policiaco-militares con los estados y un enfoque regional de las acciones en zonas en que, paradójicamente, se han disparado la incidencia de delitos de alto impacto, como el secuestro o la extorsión, así como el surgimiento de grupos de autodefensa por la inseguridad. Tras 12 meses en el poder, Peña Nieto no tiene un programa claro y distinto para combatir el delito y la violencia con políticas y objetivos claros. En materia de seguridad pública, su administración va a la deriva, sin haber construido aún un asidero en su propuesta de prevención y reconstrucción de la cohesión social.

Por ello, en sentido estricto, puede decirse que el año que comienza, el 2014, será su primero real de gobierno. El deterioro de la economía, que pasó de un pronóstico de casi 4% y cerrará en alrededor de 1%, le deja poco margen de maniobra para probar o hacer operaciones ineficaces. Tampoco tiene tiempo para tratar de contener delitos, como el secuestro, sin una estrategia clara, mucho menos confiar en que la violencia dejará de contar gracias a una política de comunicación que la silencie o minimice. La reactivación de la economía, como la recuperación de la seguridad pública, exige capacidad de gobierno, de igual forma que la implementación de las reformas.

El Presidente y su equipo apostaron buena parte del “bono electoral” a concretar reformas bloqueadas por décadas, dentro de un modelo de negociación política que incluyó a las cúpulas de los principales partidos y que privilegió el consenso. El Pacto fue productivo, al calor suyo se aprobaron más de 16 cambios constitucionales y, sobre todo, demostró que puede haber colaboración y acuerdo entre los partidos en la agenda legislativa. No es una lección menor, y demuestra la necesidad de construir coaliciones para gobernar sin mayoría en un país plural y fragmentado políticamente. En este primer año, Peña Nieto se concentró en las reformas y particularmente en lograr la energética, que el viernes pasado promulgó. Ahora su reto es implementarlas en un contexto de resistencias y de multiplicación de frentes abiertos por el proceso legislativo.

Si bien tripular un equipo compacto y disciplinado favoreció la negociación con las dirigencias de partidos para las reformas legislativas, las legislaciones secundarias y su aplicación implica nuevos retos y formas de afrontarlos. Casi todos, comenzando por el equipo cercano a Peña Nieto, tocan el réquiem al Pacto, aunque confían en mantener el diálogo bilateral con todas las fuerzas políticas. No parecen ver con claridad que el desafío de la eficacia gubernamental implica reconstruir una política de alianzas políticas. 

La tentación de encapsular la dirección del país en un equipo cercano de colaboradores, la mayoría hombres del PRI del estado de México o Hidalgo, puede conducir al mismo error que cometió Calderón de privilegiar la lealtad y los amigos. Una de las principales lecciones que dejó el Pacto es precisamente que Peña Nieto tiene que abrir su gabinete a nuevos equilibrios —incluso a excluidos de su propio partido— y a los más capaces. Además, la negociación cupular ya mostró sus limitaciones para procesar conflictos como el magisterial. Ahora sería un mayor desatino confiar en que las resistencias a las reformas podrán superarse sin una participación amplia y cambios profundos en la forma de ejercer el poder, como la transparencia y la rendición de cuentas. Mucho menos creer que el anuncio y el manejo mediático pueden suplir la operación política y la construcción de coaliciones amplias para gobernar en minoría.

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