No se había secado la tinta de mi última columna en la que comentaba la necedad de numerosos políticos de Estados Unidos de espantar a sus votantes con el inminente peligro de que terroristas islámicos invadirían su país desde México, cuando un alto mando de sus fuerzas armadas afirmó que el ébola llegaría desde nuestro país.
El general John F. Kelly, jefe del Comando Sur de las fuerzas armadas de Estados Unidos, responsable de monitorear los peligros que amenazan a su país desde América Latina y las Antillas, salió a decir que temía que inmigrantes del este de África, contaminados con el ébola, entraran ilegalmente por México.
Es realmente preocupante que un alto mando militar de la potencia bélica más poderosa del orbe diga tonterías de tal magnitud. ¿Cómo piensa el general Kelly que llegarán los ebólicos desde África a México: nadando? ¿Sabrá el comandante los muchos vuelos que hay de África a su país mientras que al nuestro no hay ni uno?
Ya encarrerado con sus dislates, agregó que “si el ébola aparece en Haití o América Central, creo que habrá que tomar precauciones extremas para cerrar la puerta a la emigración masiva que se produciría hacia Estados Unidos”.
Esta especulación sin sustento surge mientras que en Dallas, a sólo 700 kilómetros de México, ha habido ya dos casos de transmisión directa del ebólico que llegó desde de Liberia a esa ciudad texana el mes pasado. ¿No debiéramos ser los mexicanos quienes nos alarmemos ante el amago del ébola desde el norte?
En México tenemos otros temas de preocupación mucho más urgentes que la eventual llegada de la pandemia africana. La situación política es gravísima y parece haberse salido por completo de control del gobierno federal, ante la ineptitud criminal de gobernadores y alcaldes y la generalización de protestas callejeras.
El peligroso coctel que se está destilando pone en entredicho la estabilidad política y social del país al generar incentivos perversos en todos los niveles. Muertes colectivas provocadas por autoridades asesinas que dan lugar a protestas que recurren a la violencia y a la violación de la ley, se suceden ante la impasividad y el letargo oficiales.
Es evidente que se justifica protestar por los terribles hechos ocurridos en Guerrero, donde la complicidad criminal del gobernador perredista y su partido significa que se ha roto por completo el Estado de derecho y la más elemental legitimidad de las autoridades estatales, lo que demanda la intervención del gobierno federal.
Pero de ninguna manera se puede justificar la violencia de las protestas y que quienes se manifiestan secuestren camiones, quemen edificios públicos y amaguen a ciudadanos indefensos, todo ante la indiferencia o inclusive la complicidad de las autoridades y sus cuerpos policiacos.
Estamos viendo cómo ceder ante las protestas callejeras, como lo hizo el secretario de Gobernación, Osorio Chong, con los politécnicos, no resuelve el problema, pues genera incentivos claros para que éstos pidan cada vez más.
Tal situación se reproduce en todo el país, con policías en Michoacán escoltando y protegiendo a “estudiantes” que viajan en autobuses robados para trasladarse a Guerrero a protestar por los asesinatos, o en Oaxaca, donde el “gobernador” Gabino Cué se ha convertido en el vasallo de los mal llamados maestros disidentes que tienen secuestrada, de nuevo, a la capital del estado.
Se respiran la impotencia y la indecisión de un gobierno federal que tiene éxito en pasar por las instancias legales correspondientes reformas estructurales clave o en descabezar a bandas de narcotraficantes, pero que carece de la disposición para hacer respetar las leyes vigentes y para evitar la anarquía y el caos.
En esta circunstancia de apatía o ineptitud ante el incumplimiento de la ley, ¿cómo espera el gobierno que ciudadanos e inversionistas crean que se van a aplicar sus flamantes reformas, que implican, además, afectar poderosos intereses monopólicos que actuarán con vigor para defenderse y proteger sus rentas y privilegios?
La pandemia que afecta con gravedad y de manera generalizada a México hoy es la incapacidad de las autoridades a todos los niveles de gobierno de hacer cumplir leyes, que además se vuelven cada vez más barrocas y complejas y, por lo tanto, difíciles de acatar, lo que, por necesidad, no puede acabar bien.
Si el general Kelly entendiera lo que pasa en México, se preocuparía no de la llegada del ébola desde nuestro país sino del desgobierno que lo aflige y que bien puede culminar en una situación anárquica, que ésa sí sería fatal para su país.