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Prefiero el bullying

Superiberia

 

Con Maruxa en el corazón.

 

Me lo planteé hace muchos, pero muchos años, mas sólo hasta hace relativamente poco me cayó el veinte de hasta qué punto constituye una disyuntiva fundamental. ¿Los sentimientos y las emociones, el odio y el amor, contrarrestan y se oponen a eso que llamamos cordura e inteligencia o, por el contrario, son uno de sus elementos cardinales?

A pesar de que en mí se trata de una preocupación reciente, el problema es sin duda antiguo. Desde Platón a Sartre, pasando por Ramón Llull y Racine, son muchos los pensadores a los que la cuestión los ha hecho pensar.

Como todas las dificultades verdaderamente serias, sin embargo, no ha sido nunca convincentemente resuelta y continúa representando un enigma lacrado. En buena medida el escollo estriba en determinar qué entendemos por “emoción” o por “inteligencia”. Pero el identificarlo no nos ayuda demasiado a librarlo.

Me hace volver sobre esta antigua inquietud la moda actual, la obsesiva presencia mediática del bullying, la violencia escolar. Y es que no puede no resultar desmoralizante el tono y el nivel de muchos de quienes se arrogan la autoridad de discutir el tema desde posiciones banales, superficiales, legales, inquisitoriales, seudosicologizantes, morales y moralinas. La moda pasará, pero la cuestión no. Y no es de enchílame ahí esas gordas. Hay ahí un juego enredado de pasión y razón, de normas y actitudes.

En una primera aproximación, parece claro que las pasiones enturbian el espíritu y por lo tanto el entendimiento y el comportamiento. Eso es precisamente lo que sostenían en la Grecia clásica los estoicos de Zenón. Y eso es también a lo que actualmente se aferra la que insiste en llamarse sabiduría popular al preconizar aquello de que “el que se enoja pierde”, y que podría ser complementado con “y aquel que se alegra demasiado, también”.

Expresiones corrientes como la de “…un hombre frío y calculador”, o bien “el amor es ciego” parecen igualmente abogar por este divorcio entre el pensar y el sentir.

Sin embargo, una mirada ligeramente más incisiva, más penetrante, parece descubrir que el saber y el amar están estrecha y extrañamente trenzados. En otras palabras, es el deseo —o el rechazo y la repulsión, claro— de donde brota el impulso del conocimiento.

El deseo es el motor, la caldera que genera la energía, la líbido, donde se produce la combustión necesaria, indispensable a la voluntad de conocimiento y al conocimiento mismo. Es el amar el que moldea el saber, más que no al revés. No olvidemos que aquello que llamamos interés no es más que una forma de deseo, es decir de amor, y que alguien carente de interés difícilmente podrá enterarse de gran cosa. No hay reflexión sin inquietud. Concédame abundar, condescendiente lector, recordando que el arte mismo, las creaciones poéticas, plásticas o musicales, representan, sin vuelta de hoja, formas de saber. Del saber.

Hay verdades a las que únicamente el arte puede acceder. Fue el siempre evocador, sugerente y desconcertante Umberto Eco quien dijo que la novela alcanza regiones del conocimiento que le están vedadas al ensayo. Y, en consecuencia, el filósofo hizo literatura. Al igual que Platón, Llull, Racine y Sartre, dicho sea de paso.

Trate usted de imaginar a alguien completamente desprovisto de emociones. El flemático imperturbable, el abúlico perfecto, e intente concebir cómo podría tal personaje abordar el mundo que lo rodeara.

La contención y la represión de los afectos, positivos o negativos, tiene consecuencias muy serias tanto sobre la vida individual, íntima, como sobre la social, comunitaria. Aquello que es reprimido, “retacado”, no desaparece, sino que se ve obligado a manifestarse de manera indirecta, deformada y a menudo paradójica. El fantasma de los deseos proscritos nos acosa y ensombrece el brillo de nuestras más gozosas vivencias.

Pasiones ocultas conducen a configurar otros sentimientos antagónicos. Disfrazar obsesiones sólo puede ocasionar rescoldos con inquietudes neuróticas comúnmente opresivas, provocando obscuros recelos sin identificar ese temible espectro. Mientras intentamos mantener intactas vivencias insostenibles, obstruimos reiteradamente aquellas luminosas emociones.

Llegados a este punto, quiero recordarle, si ya la vio, y recomendársela si no, la terrible película Frances, ya no sé de quién, pero de inicios de los 80 creo, y protagonizada por la gran Jessica Lange. Se trata de la historia verídica de una actriz, Frances Farmer, que alcanzó una fama considerable en el Hollywood de antes de la guerra, y que padecía problemas “nerviosos”; externaba opiniones poco convenientes, y adoptaba actitudes demasiado vehementes para su medio. Su madre era madre única y mantuvo con ella una relación destructiva y dolorosa.  Todavía no existía el macartismo tal cual, pero Frances ya fue entonces blacklisted y apestada.

Después de mil desventuras, a final de cuentas le fue extirpado el lóbulo frontal del cerebro, con tal de suprimirle las emociones —todas, de cualquier clase, rango e intensidad— y de esta manera “curarla”, cosa que efectiva y aterradoramente se logra. Frances continuó su vida muchos años más. Y no volvió a actuar, pero mantuvo siempre una conducta impecable, perfectamente “normal”. Desprovista de toda emoción.

La lobotomía es un procedimiento que aún hoy se practica, en particular en el Instituto Nacional de Psiquiatría de nuestro país. Aunque además ya existen en el mercado sicofármacos con efectos similares. Lobotomías transitorias y portátiles.

Así pues, cuando el doctor Freud propone —con titubeos, es cierto— como gran remedio contra la violencia y las guerras, un gobierno de hombres que renuncien a sus pasiones y se sometan a “la dictadura de la pasión” está diciendo una enormidad que prefiero leer como ironía. Intente usted, creativo lector, imaginar una sociedad dirigida por un clan de lobotomizados. Demoniaco, sobrecogedor. De todos modos, reconozca que no tendrá que hacer un esfuerzo de imaginación descomunal.

Hoy los hombres del poder están sometidos casi exclusivamente a los criterios del dinero y el control (no sé bien por qué puse ese “casi”), lo cual implica, de alguna manera, la cancelación de las pasiones genuinas. No son pocos —empezando por el actual Papa de Roma— los que abogan por la represión, por una violencia fría, calculada e institucional, que se enfrente a la violencia ardiente, facciosa y desaprensiva. La pesadilla freudiana va en camino de cumplirse, y la sola idea pone los pelos de punta. Prefiero el bullying.

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