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Uglicia

Superiberia

Por: CATÓN / columnista

Toda mujer, por poco agraciada que sea, tiene algo que la favorece, ya oculto, ya visible. En cambio, un hombre feo lo es sin atenuantes

“Esta noche habrá una orgía en mi departamento. Ven y trae a tu esposa”. Afrodisio, hombre proclive a la concupiscencia de la carne, le hizo esa singular invitación a su vecino.

El hombre, lejos de escandalizarse, preguntó con interés: “¿Cuántos seremos?”.

Con laconismo respondió Afrodisio: “Tres”… Eglogio, mozo campirano, casó con Bucolina, hija mayor del matrimonio formado por doña Holofernes y don Poseidón, granjero acomodado.

Las nupcias de los jóvenes, al decir de la chismorrería local, tuvieron que ser adelantadas, pues el muchacho había puesto a Bucolina en situación de dulce espera.

No habían pasado tres meses del casorio cuando Eglogio dio pábulo otra vez al chismoteo: un buen día se presentó ante el juez y le pidió que lo divorciara de su esposa.

Don Ulpiano –así se llamaba el juzgador– le preguntó en cuál de las causales de divorcio enunciadas por el Código Civil fincaba su demanda. Adujo el pretensor: “El padre de mi esposa me engañó”.

Don Ulpiano quedó en suspenso. Jamás había oído un alegato así. Le preguntó al muchacho: “¿En qué consistió ese engaño?”. Respondió Eglogio: “El rifle con que me estuvo apuntando durante el casamiento no tenía balas”… Uglicia, me da pena decirlo, era muy fea, tan fea que quebraba un espejo a 15 metros de distancia. A pesar de la mala jugada que natura le hizo, halló marido en la persona de un tal Picio, que en eso de la fealdad no le iba a la zaga. Toda mujer, por poco agraciada que sea, tiene algo que la favorece, ya oculto, ya visible.

En cambio, un hombre feo lo es sin atenuantes.

Pero no son las prendas físicas las que deben inclinar la voluntad, sino las cualidades morales. Lo dijo nuestro Ruiz de Alarcón con estos términos, o parecidos: “En el hombre no has de ver/ hermosura o gentileza./

Su hermosura es la nobleza;/ su gentileza el saber”.

Es una pena que los jóvenes de nuestra época, vacíos de chirumen, se fijen más en el tafanario de una chica que en la belleza de su alma.

Claro que el alma no se ve, en tanto que un trasero bien manejado, movido con ondulante ritmo y armoniosa gracia, es promesa de inefables goces que el varón no puede resistir.

Tras esa convocatoria –la de la dulce pasta femenina– se va el hombre como obediente gozquecillo. Advierto, sin embargo, que me he apartado del relato.

Vuelvo a él. Picio fue de cacería, e invitó a su esposa Uglicia a acompañarlo. Una mañana salieron los dos en busca de un venado.

A la caída de la tarde regresó Picio al campamento cargando sobre sus hombros un hermoso ejemplar de cola blanca.

Otro cazador le preguntó. “¿Y tu esposa?”. Respondió Picio: “Cayó privada de sentido por el cansancio y el calor. Allá quedó, en el monte”. “¡Válgame San Huberto! –exclamó el émulo del santo patrono de los cazadores–.

¿Por qué cargaste el venado en vez de traer a tu esposa?”. Explicó Picio: “A ella nadie se la va a robar”… Don Promisio, político de pueblo, hacía campaña para la diputación local.

Dijo a la concurrencia de uno de sus mítines: “En este distrito hay 16 burdeles, prostíbulos, congales, mancebías, lupanares, manflas o casas de asignación.

Yo no he ido a uno solo de esos lugares”. Preguntó un individuo: “¿A cuál de ellos no ha ido?”… Noche de bodas. La novia y su feliz esposo estaban entregados a los gratos meneos de himeneo cuando se abrió de pronto la ventana de la habitación y asomó la cabeza un individuo que le preguntó con aflicción a la muchacha: “¿Significa esto, Dulcibella, que todo ha terminado entre tú y yo?”… FIN.

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