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A prueba, el legado del chavismo

Superiberia

Hoy, domingo, Venezuela vivirá su segunda elección presidencial en menos de seis meses. Todos conocemos la historia, de modo que no tiene mucho sentido detenerse en los detalles que llevaron a Nicolás Maduro, luego de una compleja pugna en el seno del chavismo, a suceder a Hugo Chávez para ser candidato contra Henrique Capriles, gobernador del estado de Miranda, cabeza visible de un mosaico de organizaciones muy diversas.

Hasta hace dos semanas, prácticamente todas las encuestas hablaban del inminente triunfo de Maduro y no porque alguien hubiera visto algo notable en él. Se sabía que representaba la continuidad del chavismo, y en la víspera del inicio de la campaña electoral aceptaba ese papel. Pero lejos de conformarse con ser el albacea de la voluntad política de Chávez, optó por construirse una imagen propia de la peor manera posible.

Primero empezó con las revelaciones acerca del supuesto papel que Chávez, suponemos que en espíritu, tuvo en la elección de Jorge Mario Bergoglio como nuevo Papa. Luego se le empezó a ver preocupado por repetir la victoria que logró Chávez cuando muchos sabían que ya estaba muy enfermo. De modo que dedicó los primeros días de su campaña a denostar a Capriles: Un día lo llamó “Caprichito”, otro día le recordó a Venezuela que él, Maduro, sí tenía mujer y decidió besarla públicamente como si fuera la última vez que lo fuera a hacer, para luego recordar a los asistentes al mitin que Capriles es soltero. Uno tras otro, los dislates y disparates se acumularon hasta que tocó su turno al “pajarito” que, según Maduro, le había anunciado —en nombre de Chávez— que él ganaría la elección.

Todo eso no pasaría de ser anécdotas electorales típicamente venezolanas si no fuera porque los casi 15 años de gobiernos de Chávez ya le pesan al chavismo. Las acusaciones que a finales de los 90 lanzaba Chávez contra Carlos Andrés Pérez, Jaime Lusinchi y otros representantes de la antigua democracia venezolana, ya no son tan eficaces. El país ha cambiado. Hay por lo menos dos generaciones de jóvenes electores que han crecido sin conocer otra cosa que no sea el chavismo y a quienes las acusaciones contra Pérez, Lusinchi y otros ex presidentes venezolanos, ya no dicen cosa alguna.

Es un signo de la fatiga que inevitablemente acompaña al ejercicio del poder, a lo que hay que agregar que Maduro no tiene experiencia electoral propia y que Capriles, en cambio, ha construido, hasta hoy, la imagen de un líder que sabe perder, que supo reconocer su derrota y que sabe gobernar como lo demuestra su desempeño en el estado de Miranda.

Todos estos factores hacen viable una posible derrota de Maduro y ello se notó en muchos de los actos de violencia que protagonizaron los Camisas Rojas durante los cierres de campañas. Así, lo que parecía una victoria fácil para Maduro ahora es una elección incierta. Las casas encuestadoras incluso hablan de empate técnico.

Es difícil hacer pronósticos en situaciones así, pero gane quien gane, lo que Venezuela tendría que deducir de esta elección es que la política de polarización sistemática, que fue muy efectiva para Chávez —pues hubo muchos abusos de los políticos de la Venezuela preChávez—, se ha agotado. Gane quien gane, más que pensar en ajuste de cuentas, tendría que pensar en soluciones concretas a problemas que ya no son culpa de Lusinchi, Pérez o Caldera; forman parte ya del legado del chavismo que mañana, junto con su albacea, vivirá su prueba de fuego.

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