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¿De corazón?

Superiberia

Nunca en casi 40 años de vida he utilizado la palabra “corazón” como vocativo. No es mi estilo. Puedo hablar de corazones de alcachofa y corazones de manzana y hasta de corazones con stents y marcapasos desfibrilador (como fuera el de mi padre). Acaso -aunque espero con sinceridad no haberlo hecho- haya alguna vez proclamado cierto sentimiento “desde lo más hondo de mi corazón”. Pero ¿llamar a alguien “corazón”? “Buenos días, corazón, ¿cómo amaneciste?”. “¿Me pasas la sal, corazón?”. “Creo que me está dando un ataque al corazón, corazón”. Sencillamente no soy yo.

Pero supongamos que lo fuera. Que en mí habitara el tipo de personalidad que gusta de llamar a otras personas “corazón”. ¿A quién apodaría yo así? A mi mujer, probablemente. Si acaso a otras personas enormemente queridas. A muy pocos, en fin. Porque bien sé, aunque no lo use, que un vocativo como “corazón” tiene un significado profundo, que hay en el mero hecho de su uso una metáfora: quien dice “Buenos días, corazón” pretendería proclamar en realidad “Buenos días a ti, que me resultas tan indispensable para vivir como el corazón mismo”. Tal es, en efecto, el razonamiento oculto no sólo tras el uso de la palabra en tanto mote caricioso sino tras su empleo -y el de la imaginería concomitante- en tanto símbolo del amor. Si el corazón es centro, asiento del alma -y en tantas culturas lo es-, si resulta acaso el más vital de los órganos, comparar a alguien con el corazón (y así llamarlo equivale justo a ello) supondría asignarle un papel central en nuestra existencia.

“¿Cómo amaneció, corazón? ¿Ya nos vamos a bañar?”. No tengo esposa, madre o abuela -y nunca tuve novia, amante o amiga con derechos- tan absolutamente cursi como para pronunciar semejante frase. Admito, sin embargo, que alguien que hubiera ocupado alguno de esos roles en mi vida tendría acaso derecho de proferirla (y yo de solicitarle su desaparición instantánea de mi vista, pero esa sería otra historia); no, sin embargo, una señora o señorita -ignoro su estatus sexual, pero a la luz de los hechos me inclino por lo segundo- a la que justo estoy conociendo, que irrumpe en mi vida con esa frase.

Cierto: me fue dicha en un hospital, y siendo yo paciente, pero ello apenas le aporta contexto, no justificación. ¿Ya nos vamos a bañar? De entrada, lo correcto es “Vamos a bañarnos”; pero no, no vamos a bañarnos, porque yo no comparto la regadera salvo con mi mujer, y eso muy de vez en cuando. Y porque he aquí que, aunque tengo neumonía, soy perfectamente capaz de bañarme sólo si alguien tiene la amabilidad de cubrirme la canalización con un guante de plástico.

En cuanto a lo de “corazón”, ¿será que mi atractivo resulta de veras tan poderosamente irresistible que, no bien verme -y eso sin rasurar y vestido con la bata de loco que obligan a uno a calarse en los hospitales-, la buena mujer sabe que le soy indispensable para vivir? ¿O será más bien que la chica habla (¿siempre?) sin pensar, que el “corazón” que dispensa urbi et orbi es el equivalente verbal de un emoticono: una emoción no experimentada -y ni falta que le hace-, preempaquetada para su uso instantáneo y su consumo masivo a muy bajo costo emocional?

Me aburro terriblemente en la convalecencia (y ya escribir esto ha acabado con mi energía para todo el día). Pero de algo ha servido el reposo impuesto: para pensar en que son muy pocos a los que quiero mucho, pero que a esos los quiero de corazón.

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