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DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

Superiberia

Catón
Columnista

Anda, mi amor, ya quítate la ropa”. La voz del novio sonó al mismo tiempo suplicante y perentoria. “Espera un poco” –replicó la desposada. Insistió el urgido galán: “Vamos, desvístete, mi vida. Ya estamos casados”. “Ten un poco de paciencia, Vehementino” –le pidió ella. “¡No puedo esperar más! –clamó el muchacho. ¡Venga, desvístete! ¡Ya somos marido y mujer!”. “Sí –admitió la novia. Pero todavía estamos en el atrio de la iglesia”.
 Un crupier de Las Vegas pasó a mejor vida. Sus compañeros fueron a darle sepultura. Uno de ellos tomó la palabra en la capilla funeral a fin de hacer el elogio del desaparecido. Empezó diciendo con solemnidad: “Nuestro amigo no está muerto”. Se oyó una voz entre la concurrencia: “Voy dos a uno a que sí”.
 “Trabajaré hasta tarde en la oficina –le anunció mentirosamente don Chinguetas a su esposa. Llegaré a la casa después de las 12 de la noche”. Respondió la señora: “¿Puedo contar con eso?”.
 Aquella vaca era la única que no había tenido becerrito. Explicó otra: “Es que a ella le gusta el futbol, no los toros”.
  Si algo me ha dado a mí esta epidemia es un absoluto sentido de la indigencia humana. Bien vistas las cosas podemos afirmar que ante el COVID-19 estamos básicamente en circunstancia igual a la del hombre de la Edad Media frente a la peste bubónica. La imagen de López Obrador mostrando su detente se parece mucho a la del señor feudal del Medioevo diciendo el Vade retro o recitando el Miserere. El hombre de hoy tiene más de una semejanza con el de ayer, ambos inermes para afrontar la muerte, los dos igualmente azorados por el desconocimiento del mal que los acecha. Grande es la tentación de caer en el lugar común: no somos nada. Pero eso no es así. De cara a los males que lo afligen –plagas, hambrunas, guerras, desastres naturales– el hombre se yergue y continúa avanzando. Recordemos a Pascal, siempre recordable: el hombre es una caña, pero una caña que piensa. Otro filósofo añadió: y que siente. Junto al pensamiento de la indigencia humana ha de ponerse el sentimiento de la humana solidaridad. Esta epidemia nos ha enseñado lo mucho que dependemos unos de otros para poder vivir la vida de cada día. Seguramente pasado este súbito azoro volveremos a ser los mismos que hemos sido, pero nos quedará la memoria de los días que estamos viviendo, tan iguales los unos a los otros, tan vacíos del abrazo y el apretón de manos, de la mesa compartida, del encuentro con aquéllos a quienes amamos y que nos dan su amor. Mientras volvemos a la vida plena –mientras la vida plena vuelve a nosotros– me propongo vivir con intensidad cada día, cada hora y aún cada minuto, y ponerme, confiado, en las manos de aquél que dice hasta dónde y hasta cuándo (Que no es, desde luego, López Obrador).
 Dos amigos se toparon en la calle después de mucho tiempo de no verse. Uno estaba flaco, ojeroso, débil, escuchimizado. Le preguntó el otro: “¿Qué te sucede? ¿Enfermaste?”. “No –respondió con voz feble el lacerado. Lo que pasa es que mi esposa tiene doble personalidad, y las dos me piden amor todas las noches”.
 Hace unos días doña Jodoncia se decidió por fin a vender su coche. Era un Opel modelo 74 al que le sonaba todo con excepción del claxon. “Llévalo al lote –le ordenó a su esposo don Martiriano– y pide por él 300 mil pesos, ni un centavo menos”. “Está bien –respondió el pequeño señor. Antes llegaré a la farmacia”. “¿A la farmacia? –se extrañó doña Jodoncia. ¿A qué?”. “A comprar un frasco de vaselina –contestó don Martiriano. La necesitaré cuando me digan qué puedo hacer con el coche”.
 FIN.

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