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DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

Superiberia

Por: CATÓN / columnista

Sir Mortimer Highrump, audaz explorador, iba por lo más profundo de la selva africana, ahí donde la mano del hombre jamás había puesto el pie. Fue enviado a ese remoto sitio por el London Times con el fin de que buscara al famoso doctor Dyingstone. El célebre facultativo, quien además de ser gran cirujano era también competente deshollinador, había huido de Inglaterra, pues cometió un pequeño error al tratar a un paciente: en vez de hacerle la circuncisión le hizo la emasculación. Se defendió ante los magistrados de la Corte diciendo que las dos palabras rimaban perfectamente, pero eso no le valió de nada: fue condenado por el Tribunal.

Cuando se vio en el trance de ir a la Torre de Londres cargado de cadenas escapó de la ciudad disfrazado de Campanita, la de Peter Pan.

Logró llegar a Southampton, donde abordó un vapor que lo desembarcó en Port Elizabeth.

De ahí se dirigió a pie al interior del Continente Negro para esconderse entre los árboles o poniéndose atrás de un elefante.

Algunos historiadores dicen que el doctor Dyingstone, quien por su calidad de eminente quirurgo y acertado clínico era médico de cabecera de la reina, no habría podido cometer el error elemental que se le atribuía, y por el cual huyó. La verdadera causa de su fuga, afirman, es que su suegra había ido a visitar su casa por una semana, y llevaba ya en ella 40 años. Pero advierto que me estoy apartando del relato.

Vuelvo a él. Se le apareció de pronto a sir Mortimer en medio de la selva un salvaje antropófago que esgrimió ante él su lanza en actitud amenazante. “Bloody be! –se dijo el audaz el explorador–. Ya me amolé”. Para su sorpresa oyó una majestuosa voz venida de lo alto: “No te has amolado, hijo mío.

Toma tu rifle Magnum, de fabricación belga, y dispárale al caníbal”. Iba a obedecer sir Mortimer, pero en eso recordó que se había olvidado de ponerle balas al fusil. El salvaje levantó su lanza. ¡“By Jove! –se consternó el audaz explorador, que no olvidaba los juramentos aprendidos en Eton–. Ya me amolé”.

“No te has amolado aún, hijo mío –volvió a escucharse la majestuosa voz–.

Toma por el cañón tu rifle Magnum, de fabricación belga, y dale con él un golpazo en la cabeza al antropófago”. Intentó hacer eso sir Mortimer, pero el caníbal se agachó hábilmente y lo único que logró el audaz explorador fue abanicar el aire.

El salvaje entonces le apuntó con su lanza. “Ya me amolé” –volvió a decir en su fuero interno el audaz explorador.

“Todavía no te has amolado, hijo mío –resonó de nuevo la mayestática voz venida de lo alto–. Arrebátale la lanza al aborigen y clávasela en una nalga, preferiblemente la izquierda, que es la posición que menos me gusta”.

Siguió sir Mortimer esa instrucción. Le dijo al antropófago: “¡Mira! ¡Un pajarito!” Imprudentemente volvió la vista el caníbal, y el inglés aprovechó su distracción para arrebatarle la lanza y clavársela en el glúteo izquierdo. Huyó a todo correr el desgraciado gritando a toda voz: “¡Au nantopelandunorayacambono! ¡Au nantopelandunorayacambono”, lo cual significa en lengua de antropófagos: “¡Ay nanita! ¡Ay nanita!”.

Al oír los gemidos de su jefe los demás salvajes acudieron de inmediato, y sir Mortimer se vio rodeado de mil caníbales que esgrimían ante él sus lanzas y le gritaban al unísono: “¡Bo! ¡Bo!”, lo cual significa en lengua de aborígenes: “Vas a ver, canijo hijo de la tostada. No te la vas a  acabar, güey. Vas a ver, canijo hijo de la tostada. No te la vas a acabar, güey”. Se oyó entonces la voz venida de lo alto que dijo con sombrío acento: “Uts, hijo mío. Se me hace que ahora sí ya te

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