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De política y cosas peores

Superiberia

CATÓN
Columnista

Plaza de almas
Una cosa aprendí, Armando, entre las muchas cosas que no debí aprender: el amor siempre va acompañado por el remordimiento. Go together like a horse and carriage, en palabras de la vieja canción de Sinatra. You cant’t have one without the other. No se puede amar sin culpa. Tarde o temprano ésta se presentará y pondrá rayas oscuras en el sentimiento, lo cual es peor que si las dibujara sólo en el pensamiento. Los pensamientos se pueden borrar con facilidad; los sentimientos no. Yo, sobrino, cargo varias culpas, de amor todas. Ahora no puedo hablarte de ellas porque desgraciadamente estoy sobrio, pero cuando nos tomemos algunos tequilas –tú dos o tres, yo cuatro, cinco o seis- sacaré al aire algunos de mis arrepentimientos, a ver si recordándolos puedo olvidarlos. Fui educado en un ambiente religioso, ¿sabes?, y las religiones son terreno fértil para que en éste germine la mala semilla de la culpa. Los salvajes inocentes eran eso, inocentes, hasta que llegaron los misioneros a darles la buena nueva de la existencia del infierno. A mí los predicadores me dijeron, desde que tenía 7 años, que era un pecador. Pusieron en mí el miedo a la muerte, y por tanto me imbuyeron el miedo a la vida. Los que así fuimos formados –deformados- no podemos comer, beber o follar sin sentir que estamos pecando. Tuve una amiga que después de fornicar cumplidamente, con notable habilidad y vasto repertorio de temas y variaciones, decía siempre arrepentida y pesarosa: “Tendré que ir mañana a confesarme”. La culpa. Siempre la nefasta culpa. Conmigo va una, Armando, de la que nunca he podido liberarme. Ahora que la recuerdo siento otra vez el peso de ese remordimiento. Ella me quería, y yo también, al menos cuando estaba con ella. Tenía esa muchacha un hondo sentido religioso, pero los sentidos pueden siempre más que el sentido. Una noche ella se olvidó de todo, y yo de todo me olvidé. Tales olvidos se vuelven después recuerdos. Ojalá no me olvide yo de recordarlos cuando el olvido llegue. Agotado el amor de aquella noche ella se reclinó sobre mi pecho y dijo: “Sé que me voy a condenar por esto, pero no me importa”. Eso, más que la entrega de su virginidad, fue la mejor demostración de amor que pudo darme. Porque ella estaba cierta de que iba a sufrir castigo eterno por su amor, pero a pesar de eso lo daba y se daba a pesar de eso. Tu tío Felipe, Armando, o sea yo, era entonces muy joven, y tenía por tanto la supina inconsciencia de la juventud. No supe valorar ese inmenso amor que, bien vistas las cosas, desafiaba al mismo Dios, al Dios en que creía aquella muchacha. Su iglesia era más rigurosa que la mía y no usaba eso de la confesión, que es como una lavadora. Un cierto amigo mío, ateo –“No sé si para mi fortuna o para mi desgracia”, solía decir-, tenía una opinión acerca de los católicos, y en general de los cristianos. Comentaba: “Van a la iglesia los domingos a arrepentirse de los pecados que cometieron el sábado y que volverán a cometer el lunes”. Quizá esa afirmación sea extremada -hay católicos y cristianos muy sinceros-, pero no cabe duda de que la carne es débil y no siempre nos conformamos con verduras. Dejé de ver a aquella joven que por mi culpa se iba a condenar. Estoy seguro de que no se condenó, porque era buena, y Dios también es bueno. Pero yo me impuse a mí mismo una condena: la de recordar ese amor sin condiciones, la de cargar con el remordimiento de aquel despego mío, tan culpable. Ya te lo dije, Armando: desgraciadamente estoy sobrio en estos momentos. Si estuviera ebrio quizás lavaría en vino mi remordimiento. Para ese propósito el vino es la mejor lavadora… FIN.

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