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Levantadedos

Superiberia

Los partidos postulan principios, plataformas políticas y programas de acción para llevarlos a cabo. Es de suponer que sus dirigentes y militantes comulgan con ellos y que sus acciones políticas estarán encaminadas a conseguir que sean esos los que rijan el, digámoslo como se decía antes, devenir social.

Es de suponer —sólo suponer porque a estas alturas de la vida de la humanidad las certezas están a la baja— que quienes militan en un partido es porque comparten las mismas creencias políticas, por lo menos esencialmente; las postulan y luchan por imponerlas en la sociedad en la que viven para, se supone también, su mejoramiento. No debe extrañar entonces que los legisladores de un determinado partido político emitan sus votos en el mismo sentido frente a las propuestas o reformas de ley que tienen que sancionar.

Más o menos está claro que la política es esencialmente negociación a través del diálogo, los argumentos, el debate, el convencimiento, la votación. En los sistemas democráticos, parte de esa negociación se da en el Poder Legislativo. Idealmente, todos y cada uno de los legisladores deberían aportar algo para que cualquier ley sea la mejor; en la práctica moderna es imposible y la utopía del ágora pública ha sido sustituida por las negociaciones cupulares. Ni modo, así es y aquí se ha recordado ya que, según dicen que decía Winston Churchill, la democracia no es el mejor, sino apenas el menos peor de todos los sistemas políticos.

Y esto es lo que ocurre en México. Las reformas que se han logrado (principalmente la educativa y la de telecomunicaciones, que está en proceso) y seguramente las que se lograrán en los próximos meses y quizás años (la financiera, la fiscal, la energética y otras más), son ahora productos de lo que se ha llamado el Pacto por México, mecanismo mediante el cual el presidente Enrique Peña Nieto y los dirigentes de los dos principales partidos de oposición, Gustavo Madero, del PAN, y Jesús Zambrano, del PRD, los tres, junto con sus respectivos equipos de trabajo, han llegado a 95 acuerdos para lograr acciones (entre ellas reformas legales, incluidas las de la Constitución) que la vida pública del país necesita con urgencia para mejorar la calidad de vida de sus habitantes.

Hace algunos años —no muchos, por cierto, poco más de 20—, a un proceso de negociación similar se le descalificó fácilmente con un término despectivo que se inventó en el mundo de la política y el columnismo periodístico: la concertacesión. Nadie fue capaz de explicar que sí, que en política se trata de eso precisamente: de ceder para concertar o de concertar mediante la cesión. Parece que tampoco ahora el presidente Peña Nieto y el dirigente perredista Jesús Zambrano sintieron la necesidad de explicar que no se está legislando desde el Pacto por México y que sus acuerdos no tratan de sustituir la acción del Legislativo ante expresiones de diputados y senadores de sus partidos políticos, quienes se creen rebasados.

Es probable que sí, pero es la realidad de la política moderna. Antes de 1988, en México, todas las leyes, desde las reformas constitucionales hasta la más ínfima norma, provenían directamente del Presidente de la República, en el ejercicio de su facultad exclusiva de mover cualquier hoja del árbol de la política nacional. Por años, la actividad de proponer, debatir, discutir, luchar en el Congreso, fue exclusiva de la oposición al priato, primero de los legisladores del PAN y después compartida por los que llegaron por la izquierda (PSUM, PMT, PRT, PMS y luego PRD). En el Diario de los Debates de la Cámara de Diputados están inscritos discursos con iniciativas, propuestas, oposiciones, argumentos, razones, críticas, también aceptaciones de quienes creían en la democracia; en ese mismo diario están consignados los votos de quienes popularmente se les llamaba “levantadedos”, por aprobar todo lo que provenía del Ejecutivo; “disciplina de partido”, respondían ellos. A muchos otros los oí decir: “ganamos el debate, perdimos la votación”.

Sé que hay muchos hechos memorables en la vida del Congreso mexicano. Hoy, ante el Pacto por México, recuerdo dos: El 1 de septiembre de 1982 el presidente José López Portillo estatizó el sistema bancario nacional; los diputados y senadores priistas se levantaron de sus curules, aplaudieron, gritaron vivas y la euforia los invadió. Fue el día de “¡Ya nos saquearon; no nos volverán a saquear!”. Meses después, una veintena o treintena de esos mismos diputados se refugiaron en los baños del Palacio Legislativo para evitar votar en favor de la reforma que envió el nuevo presidente de la República, Miguel de la Madrid, para devolver 34% de la banca a la iniciativa privada. Todos, por supuesto, siguieron en el PRI.

La otra es la sesión en la que se aprobó el entonces llamado Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales (Cofipe), cuya negociación y votación literalmente partió en dos a la fracción del PAN en la Cámara de Diputados. El coordinador de esa fracción era Abel Vicencio Tovar, quien además encabezaba a los apoyadores a ese nuevo código. Enfrentó la rebelión interna con negociación interna. Los panistas opositores le dijeron que subirían a la tribuna para exponer su rechazo. Vicencio Tovar les dijo que no, que él era el coordinador de todos y como tal tenía la obligación de explicar las dos posturas de los diputados de su partido. Una gran lección de democracia parlamentaria, poco ponderada en su momento y ahora casi olvidada. Tiempo después, algunos de los inconformes abandonaron a su partido por la simple razón de que ya no coincidían con él. Esto también es parte de la democracia.

Es cierto que México necesita reformas urgentes. Es cierto que el Pacto por México está probando ser un mecanismo eficaz para conseguirlas. Que así sea. Sin embargo, es necesario e indispensable para la democracia mexicana que los legisladores de todos los partidos no se conviertan en los nuevos “levantadedos” para aprobar los acuerdos cupulares, sino que éstos sirvan para el debate, la negociación y la votación plurales, como ocurre en las democracias.

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