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Niños golpeándose como entretenimiento

Superiberia

 

El fin de semana pasado ocurrió un suceso en la noche colonial de la escuela de mi hijo: dos niños de primero de secundaria se pelearon a mitad del patio, supuestamente, me enteré después, por el amor de una niña.

La reacción de la directora la mañana del lunes fue por demás exagerada; convocó a una junta en el plantel y advirtió a los estudiantes que en adelante se habían terminado las historias de amor y que nadie podía tener novio o novia en la escuela, bajo amenaza de expulsión.

Sin embargo, justo ese mismo día, después de que mi consternado hijo me narrara lo acontecido, busqué por curiosidad en la red algo referente a las peleas en escuelas, y cuál no sería mi sorpresa al encontrarme decenas de videos subidos por niños en los que sus compañeros de salón se encuentran inmersos en una tupida pelea de puñetazos y rodeados de su grupillo de compañeros que lanzan gritos desaforados para animar el combate.

No hay niño de mi generación, a menos que fuera de aquellos a los que sus mamás peinaban con limón, que no hubiese estado en medio de una trifulca por cuestiones tan sagradas como una transa en las canicas, un empujón en el futbol o una jugada chueca en la carreterita.

A principios de los 50 fue implementado el nuevo reglamento para escuelas primarias y secundarias de la ciudad, donde se advertía que el alumno que fuera sorprendido iniciando riñas o peleas dentro de las instalaciones escolares sería expulsado con deshonra de la institución.

En aquellos tiempos esas advertencias les entraban por una oreja y les salían por la otra a los chamacos con aires de pepes toros, quienes continuaron cobrando sus venganzas:

—¡Dale duro, Piojo! enséñale quiénes somos los de quinto B.

—¡Eso, mi Moicas!, ¡duro y tupido a los cachetes! —¡Chale!, parecen bailarinas mariconas… ¡queremos ver sangre!

Obviamente aquellos enanos bravucones que la hacían de público gritaban sus selectas frases hasta que llegaba el día de estar ellos mismos frente a algún contrincante.

Incluso en el salón cuando el mairo de apellido Barco se retiraba unos minutos a “tirarse una firma”, los verdes puños se abrían paso entre los gritos de la plebe testigo. Por supuesto, tras definirse el vencedor y cuando los adultos escandalizados entraban en escena para interrogar al que en adelante sería apodado El Panda por sus ojos morados, ni siquiera el noqueado daba cuenta de lo acontecido, sabedor que la ley principal se resumía en la frase: vieja el que raje. Aunque no faltaba el mencionado niño peinado con limón que echaba todo a perder.

 

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